Por Manuel C. Díaz
Casi frente al Gran Canal de Venecia se encuentran las islas de Giudecca y Lido. En la primera de ellas, que es la más grande de todas, se dice que Miguel Angel vivió exilado durante mucho tiempo. La segunda, famosa por sus playas, es donde todos los años se celebra el Festival Internacional de Cine.
Sin embargo, a pesar del posible interés histórico de una y el glamur anual de la otra, no son las islas más visitadas de Venecia. Por el contrario, lo son unas que se encuentran frente al otro extremo de la ciudad, en el noroeste de la laguna, a poca distancia entre ellas. Son las islas de Murano, Burano y Torcello.
Como en visitas anteriores nunca habíamos tenido tiempo de visitarlas, esta vez, apenas dejamos las maletas en el hotel, salimos rumbo al embarcadero de Fundamenta Nuove, que es de donde salen los vaporettos de las líneas 41 y 42, con rumbo a Murano. Unos amigos nos habían explicado que esa era la mejor manera de llegar a las islas –un viaje de sólo veinte minutos- pues si tomábamos el vaporetto en la parada de San Marco o en la de Zaccaría, nos demoraríamos casi una hora en arribar.
Por suerte, nuestro hotel, el Scandinavia, estaba situado en la Plaza de Santa Maria Formosa, cerca del embarcadero de Fundamenta Nuove. Con un mapa de la ciudad en la mano -a veces no sirven de mucho- llegamos enseguida a la iglesia de San Juan y San Pablo y de allí, en menos de diez minutos, a la parada del vaporetto donde compramos, siguiendo también la sugerencia de nuestros amigos, un boleto para todo el día.
Y es que como pensábamos visitar las tres islas, nos resultaba más económico que comprar un boleto para cada viaje. Pagamos los quince euros que costaba, y a Murano nos fuimos.
Para nuestro asombro, la primera parada no fue en Murano, sino en una isla que no sabíamos ni que existía: Cimitero. Pudimos habernos bajado –después de todo, teníamos un boleto múltiple- pero no estaba en nuestros planes hacerlo y no sabíamos (debimos haberlo imaginado pues varias personas desembarcaron con ramos de flores en las manos) qué encontraríamos allí. Después lo supimos: Cimitero es el cementerio de Venecia desde 1806 cuando Napoleón decretó que no era higiénico enterrar los muertos dentro de los límites de la ciudad. En la isla, que está dedicada a San Miguel, reposan los restos de cinco generaciones de venecianos, así como los de varios extranjeros ilustres, como Igor Stravinsky y Ezra Pound. Después de esa breve parada, el vaporetto siguió rumbo a Murano.
Murano es famoso, no por sus canales –que también los tiene- sino por sus fábricas de cristal, las cuales fueron trasladadas -después de varios devastadores fuegos- desde el centro de Venecia a la isla.
Objetos de cristal de Murano se pueden comprar en todas partes del mundo, pero es más fácil –y más económico- comprarlos en Murano. Y es que desde que uno llega a la parada de Colonna, que es uno de los embarcaderos de la isla, los letreros van dirigiendo al visitante hacia la llamada Vía Fundamenta Vetrai, donde están todas las fábricas. La mayoría de ellas ofrece una demostración gratis donde puede verse la manera en que los artesanos “soplan” el cristal y crean hermosas figuras ornamentales.
Una vez terminada la demostración, los visitantes son llevados –en realidad, es más bien una encerrona- a los salones de exhibición donde los recibe un grupo de expertos vendedores. Nada malo en ello si usted pensaba, desde el primer momento, hacer sus compras allí. Y si sólo entra para ver la demostración, no hay nada malo en ello tampoco. Soporte el discurso del vendedor durante diez o quince minutos –no es obligatorio comprar- y siga su camino por la misma Vía Fundamenta Vetrai, que va bordeando un pequeño canal, hasta llegar a la iglesia de San Pedro Mártir, en cuyo interior es posible ver pinturas de Bellini, Tintoretto y el Veronés.
Al salir de la iglesia camine un par de cuadras hasta el llamado Gran Canal de Murano que atraviesa la isla en dos. Y aunque no es comparable con el Gran Canal de Venecia, es una vía acuática de mucha actividad. El puente que lo cruza es una estructura de metal de color verde que da acceso a la parte norte de la isla, donde se encuentra el Museo del Cristal. Al cual, no entramos. No sólo porque no disponíamos de mucho tiempo, sino también porque los boletos de entrada costaban cinco euros.
Lo que hicimos fue seguir caminando hasta la Basílica de Santa Maria y Donato, otra de las iglesias de Murano, y de ahí hasta el área del llamado “canal de las fábricas”, para comprar algunos regalos. Después nos dirigimos hasta el embarcadero del Faro, que es desde donde salen los vaporettos hacia Burano.
Burano es famoso por sus encajes y por sus coloridas casas. No tiene la importancia de Venecia ni de la misma Murano. En realidad, es una pequeña villa de pescadores que sólo tiene algún movimiento –gracias a los turistas- durante el día. Y como no sea por sus fábricas de encajes y por sus casas, que a lo largo de los canales semejan un extendido mural de múltiples colores, no hay mucho que ver.
Al igual que Murano, también tiene su museo. En este caso, el Museo del Encaje, que, aunque pequeño, también cobra la entrada. La mejor manera de recorrer la isla es caminar desde la parada del vaporetto hasta la Plaza Galuppi, donde está la iglesia de San Martino y la llamada Torre Inclinada, cuya caída –menor que la de Pisa- sólo es posible comprobar desde lejos. Después de caminar un poco por la plaza y de entrar a algunas de sus tiendas, nos dirigimos hacia un tranquilo promenade que corre a lo largo de la laguna y donde algunos turistas, sentados en el césped y como si estuvieran de picnic, almorzaban emparedados, frutas y vinos.
En el camino de vuelta, entrando y saliendo de sus callejones, volvimos a ver las coloridas casas que tanto aprecian los pintores y los fotógrafos y aprovechamos para tomar un refrigerio ligero en uno de los muchos restaurantes que se alinean a lo largo de los canales (ordenamos una pizza y dos cervezas) pues planeábamos cenar esa noche en Venecia con unos amigos que también estaban de visita.
Al llegar al embarcadero (en Burano hay uno solo) para ir a Torcello, comprobamos que eran pasadas las cuatro de la tarde y decidimos regresar a Venecia. Nos interesaba visitar Torcello, pues sabíamos que, aunque es la menos desarrollada de las tres islas, allí podríamos ver la edificación más antigua de toda la laguna: la catedral de Santa María de la Asunción, fundada en el siglo VI. Pero tampoco queríamos que nos cogiera la noche en una isla casi despoblada. Así, en lugar de tomar el vaporetto que salía para Torcello, tomamos el que iba rumbo a Venecia. Desde la popa de la embarcación, a lo lejos, pudimos ver como la Torre
Inclinada de Burano se desvanecía en la distancia.
De repente, antes de que pudiésemos darnos cuenta, el León Alado de la Plaza de San Marco apareció en el horizonte y comenzamos a ver, otra vez, las góndolas navegando por el Gran Canal. Atrás quedaban las islas de Murano, Burano y Torcello. Habíamos llegado a la Serenísima.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
Archivo fotográfico del autor.
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