Por Manuel C. Díaz.
En los cementerios de Miami, desde el Woodland Park de la Calle Ocho hasta el Memorial de Flagler, yacen miles de exiliados cubanos que murieron sin haber regresado jamás a su patria.
En ellos -y en otros camposantos a lo largo de Estados Unidos- reposan nuestros padres y abuelos, aquellos que cada 31 de diciembre a las doce de la noche, alzando sus copas y con la voz quebrada de emoción, repetían como un mantra la ya icónica frase: “El año que viene estamos en una Cuba libre”.
Sí, se nos han ido muriendo todos. Primero, nuestros viejitos: no de enfisema o insuficiencia cardiaca como aparecía en sus certificados de defunción, sino de tristeza por no haber cumplido sus sueños de regresar al lugar donde nacieron.
Después se fueron muriendo los líderes de antaño: Manuel Artime, Nazario Sargén y Jorge Mas Canosa. Los periodistas insignes: José Ignacio Rivero, Gastón Baquero y Agustín Tamargo. Los escritores raigales: Enrique Labrador Ruiz, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas. Los pintores esenciales: Cundo Bermúdez, Hugo Consuegra y José María Mijares. Los cantantes inclaudicables: Fernando Albuerne, Olga Guillot y Celia Cruz. Y los heroicos presos políticos: Mario Chanes de Armas, Eusebio Peñalver y Roberto Martín Pérez.
Y con ellos, con todos ellos, también se fueron muriendo algunas de nuestras más arraigadas tradiciones: las zarzuelas de la Sociedad Pro-Arte Gratelli en el Miami Dade County Auditorium de la calle Flagler, las obras del Teatro Martí de la Pequeña Habana y los domingos de playa en el Farito de Key Byscaine.
Se nos ha muerto hasta nuestro pasado. Extraviado en los laberintos del tiempo, ya casi no lo recordamos. No en balde muchos de nuestros viejitos visitan los pabellones de Cuba Nostalgia tratando de recuperarlo antes de que se desvanezca en sus memorias.
En el intento, unos se paran sobre los mapas de la isla dibujados en el piso, queriendo adivinar en sus contornos geográficos, las ruinas de la iglesia en la que fueron bautizados, los despojos de su hacienda confiscada o la tumba sin nombre de un hermano fusilado.
Otros se esfuerzan por encontrar, en el mapa de la ciudad de La Habana, la calle donde alguna vez estuvo la casa donde nacieron. Pero no lo consiguen. Ni siquiera la sonoridad de los nombres de las avenidas -Reina, Galiano, Infanta- hace que puedan rescatar del olvido los agazapados recuerdos de sus lejanas infancias.
Sí, se nos han ido muriendo todos.
En paz descansen.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
Pingback: Los viejos exiliados cubanos -In Memoriam- – Zoé Valdés