Por Manuel C. Díaz.
El tema de la muerte ha sido para los escritores una constante en sus libros. Siempre lo ha sido. Desde Homero, Dante y Shakespeare hasta Cervantes, Miguel Hernández y Faulkner. También, claro, para los modernistas como Rubén Darío, que, aunque sentía terror ante ella, no dejaba de cantarle. Y para los del realismo mágico, como García Márquez y Carlos Fuentes, con sus famosos muertos Prudencio Aguilar y Artemio Cruz.
No son los únicos. Otros muchos también lo han hecho. Unos con más fortuna; otros con menos. Lo mismo en poesía que en teatro, narrativa o ensayo.
Hemos leído tanto sobre la muerte que, sin importar el género, todos tenemos un texto mortuorio favorito. Algunos hasta pueden citarlos de memoria. Yo puedo hacerlo, quizás equivocando en algo los versos, con el poema La violencia de las horas, de Cesar Vallejo: “Todos han muerto. Murió doña Antonia la ronca, que hacía pan barato en el burgo. Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijo de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre. Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad. Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas. Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta. Murió mi eternidad y estoy velándola”.
A veces es solo el comienzo de un cuento, como aquel de Juan Rulfo: “¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad”. O la cadencia de un poema, como el de Llanto por Ignacio Sánchez Mejía, de García Lorca: “A las cinco de la tarde. Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde. Una espuerta de cal ya prevenida a las cinco de la tarde. Lo demás era muerte y solo muerte a las cinco de la tarde”.
Pero si la muerte es una constante para los escritores, lo es también para todos los demás. No pensamos en ella hasta que un día, envejecidos, comprendemos que el tiempo se nos acaba. Es entonces, y solo entonces, que nos atrevemos a confrontar nuestra propia mortalidad. Algunos tratan de encontrar respuestas en la literatura; otros escogen un género menor.
Un amigo, ya fallecido, que vivió sus últimos años obsesionado con la muerte, lo hizo a través de los obituarios. Quizás fue porque ya la presentía. Quién sabe. Lo cierto es que un día, aunque siempre la consideró una especie de crónica social póstuma de mal gusto, comenzó a leer la sección de obituarios del periódico.
No serían poemas ni novelas famosas, pero a él le gustaba hacerlo, me decía, porque eran como pequeñas biografías: vidas enteras condensadas por el rigor del espacio periodístico a cuatro párrafos de momentos esenciales.
La verdad es que siempre pensé que lo hacía para comprobar la edad promedio de los difuntos y poder compararla con la suya. Después de todo, el fin se acercaba y estaba solo en la vida. Sus familiares y amigos, como en el poema de Vallejo, habían muerto todos. Y, de alguna misteriosa manera, él también velaba su eternidad.
Mi amigo, que era un hombre culto, sabía que la mayoría de los escritores le habían cantado a la muerte. Aunque no creo que saberlo lo haya ayudado mucho. Estoy seguro de que su desconsuelo por la partida definitiva no habría disminuido, aunque hubiese recordado aquello que Isabel Allende escribió alguna vez:”la muerte no existe, solo morimos cuando nos olvidan”.
No tengo dudas de que, al final, a mi amigo no le importó lo que pensaran los escritores sobre la muerte ni lo que dijeran los obituarios porque, cuando le llegó el momento de partir hacia el ocaso lo hizo, gracias a su fe, con serenidad y confianza.
Manuel C. Díaz es escritor, periodista, y cronista de viajes.
Mi Cesar Vellejo… siempre Vallejo… tan triste y dramático… la muerte era constante en sus escritos… Al fin de la batalla y muerto el combatiente…. Tan profundo… tengo que darme mi vuelta por Montparnasse… siempre.. le dolía mucho el corazón ♥️