Por Manuel C. Díaz.
En medio del peor brote de corona virus desde que comenzó la pandemia, en La Habana han vuelto a imponer la cuarentena. Y no es para menos: 1,500 nuevos casos y siete fallecidos esta semana. Ya se han cerrado las escuelas y rige un toque de queda desde las siete de la noche hasta la cinco de la madrugada. Los eventos deportivos y culturales también han sido suspendidos y las fiestas particulares prohibidas.
Lo que no han suspendido -ni prohibido- son los viajes internacionales que traen turistas a la isla porque, como todos sabemos, las necesitadas divisas no pueden dejar de llenar sus arcas.
Los viajes han sido reducidos, es cierto. Pero siguen llegando. Y junto con ellos, los contagios. Como los primeros que se reportaron el 11 de marzo de 2020 cuando tres turistas italianos dieron positivos y se desató, aunque lentamente, la pandemia.
Ya para el 19 de aquel mismo mes había 21 cubanos contagiados.
Todavía recuerdo que al leer la noticia pensé en la gran tragedia que le esperaba al pueblo cubano. Y sentí pena. No me importó en ese momento la doble moral y el apoyo al régimen de muchos de ellos. Porque cómo, me preguntaba, iban a luchar contra una epidemia que ni los países del primer mundo habían podido controlar.
Cómo, con su sistema de salud en ruinas (quién no recuerda aquel video del hospital Hijas de Galicia donde se veía una parturienta con una bata rota y manchada de sangre pidiendo ayuda) iban a poder atender a los miles que enfermarían.
Y cómo irían a lidiar con una pandemia mortal sin suficientes kits de pruebas de detección y respiradores artificiales. Por Dios, pensé, si es que ni siquiera tienen jabón para lavarse las manos.
Cómo iban a poder si mientras hacían cola para comprar un pollo y seis huevos, sus miserables dirigentes les pedían que hicieran donaciones de dinero para la producción de alimentos. Cómo iban a poder, aturdidos como estaban por la avalancha de eufemismos -vigilancia epidemiológica, plan de enfrentamiento y cuarentena escalonada- recién inventados por los ideólogos del Partido Comunista.
Cómo iban a poder si estaban convencidos de que no se contagiarían si usaban sus nasobucos y que si enfermaban los salvaría el famoso Interferón.
A veces, cuando en los videos que llegaban de la isla veía las calles abarrotadas de gente sin respetar la distancia social me parecía que los cubanos no se daban cuenta de la tragedia que se les acercaba. Y volví a sentir lástima por ellos. Todavía la siento. Hoy más aún por la catástrofe humanitaria que se cierne sobre ellos. Quizás esto los haga despertar.
Pobres cubanos, amordazados y hambrientos. Despojados de todo, hasta de la esperanza de sobrevivir.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico literario y periodista.
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