Por Ricardo Ruiz de la Serna.
Un suicidio tiene siempre algo de tragedia colectiva. Como pueblo, nación, comunidad, en fin, que alguien se quite la vida debería movernos a la tristeza, la compasión y la reflexión sobre qué está sucediendo. Que alguien no pueda más supone, de algún modo, una advertencia. Que alguien se rompa es una alerta sobre la fragilidad de todo el grupo. Un joven campesino aragonés de 27 años se ha quitado la vida y hoy todos somos un poco más pobres y estamos un poco más solos. Ser un pueblo también es eso: tomar conciencia de los que nos faltan y preguntarnos por qué nos han dejado. Se llamaba David, militaba en la asociación AEGA y ganó cierta fama cuando se convirtió en un símbolo de las protestas del campo: en febrero de 2024 se plantó con su tractor a las puertas del Palacio de la Ajafería, sede de las Cortes de Aragón. Cuentan que no faltaba cuando había que echar una mano como en el auxilio a Valencia durante la DANA.
Pero no sabíamos que David estaba viviendo un infierno. Dejó escrito en un último mensaje que «lo siento por despedirme de esta manera tan cobarde, pero no aguanto más presión, no aguanto estar discutiendo todos los días con gente, no aguanto más inspecciones de haciendo ni de trabajo, no aguanto trabajar 18 horas para no vivir”…
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