Por Karina Mariani/La Gaceta de la Iberosfera.
La realeza europea sobrevivió durante años gracias a su rol simbólico anclado en la tradición más allá de los vaivenes coyunturales. Ese ha sido su superpoder. Pero hoy estas instituciones supuestamente conservadoras se han convertido en un engranaje más de la maquinaria de publicidad del progresismo. La muerte de Isabel II marcó el fin de una era en un sentido paradójico. Así como ocurrió con otras instituciones que creíamos a salvo de la avalancha progresista, reyes y príncipes cayeron rendidos ante los cantos de sirena de la ideología woke. Esto dejó descolocadas a las opciones de la derecha política y aquí surge un dilema de muy difícil resolución.
Veamos: Hace más o menos una década – redondeando, año más año menos – quienes suscribían o votaban opciones de derecha, comenzaron a sentir una molesta sensación de orfandad. Los partidos que estaban a la derecha de la izquierda se mostraban condescendientes, cuando no cómplices, de los caprichos de una izquierda que se estaba radicalizando. A esa izquierda se la empezó a conocer popularmente como WOKE, describiendo un fenómeno de identitarismo integrista, delirante pero muy potente, que velozmente colonizó la institucionalidad y la discusión pública occidental. Modestia aparte, el surgimiento y apogeo del wokismo se explica con detalle en el libro Las guerras que perdiste mientras dormías.
Así fue que comenzaron a aparecer nuevas manifestaciones políticas que denunciaban esta inoperancia de las viejas formaciones de derecha —liberales o conservadoras— y nuevos partidos comenzaron a fundarse, a veces con gente recién llegada a la política, a veces con gente que se iba desilusionada de las formaciones de derecha tradicional. Estos emergentes reivindicaban valores que años atrás respondían al más estricto sentido común, pero que, gracias al corrimiento del eje izquierda-derecha quedaron criminalizados. Fue así como la soberanía y el control de las fronteras, la defensa de la libertad y la propiedad privada, la libertad de expresión y la meritocracia, la igualdad ante la ley y el libre mercado pasaron a ser mala palabra.
A los nuevos partidos que defendían estos valores se los comenzó a conocer con los estigmatizantes apelativos de «extrema derecha» o «ultraderecha», ya que el centro pasó a ser la derecha y así. Aún pese a estas condiciones adversas llegaron a convertirse en fuerzas populares de gran calibre, logrando no pocas victorias en el ámbito de las batallas culturales. Esto representó una proeza de estos políticos, y las formaciones que crearon.
Pero… siempre hay un pero, existían pilares que esta nueva derecha consideraba propios, porque creía que eran baluartes depositarios de sus mismos valores. Los valientes políticos que se enfrentaron prácticamente a todo, dieron por hecho que, al estar además fuertemente ligada la supervivencia de estos pilares a la defensa de su sistema de valores, existía un lazo que los unía. Entre estos pilares que la nueva derecha consideraba aliados naturales se encontraban las monarquías europeas. Fue un error de diagnóstico. Así como con valentía y sagacidad diagnosticaron el peligro woke en la educación, la cultura, los organismos supranacionales, la política, etc, fallaron en reconocer el grado avanzado de penetración en las casas reales de la nueva izquierda.
En lo que se refiere a las monarquías europeas, la nueva derecha falló en denunciar que fueron las grandes legitimadoras de la Agenda 2030 y de sus objetivos, a menudo poniendo a disposición de tan totalitaria y antioccidental agenda, sus fundaciones y «actividades filantrópicas». No conformes con esto, este grupo de nobles, criados a medio camino entre la fantasía y la realidad, aplicaron su influencia para hacer análisis geopolíticos, agroindustriales, médicos, sociales, legales y varios etcéteras. No pudieron resistirse al «todo es político» y dejaron que sus simbólicas figuras, tan significativas y queridas para la sociedad europea, quedaran asociadas a un grupo de reivindicaciones nefastas.
Y si bien es cierto que las casas reales han sido escenario de numerosos escándalos a lo largo de la historia, no es menos cierto que dichas controversias radicaban en temas del corazón, infidelidades y relaciones controvertidas que incluían hijos ilegítimos, abusos financieros y otros cotilleos que hacían las delicias de las revistas que adornan las salas de espera de los consultorios odontológicos. Pero en la era woke esto se trastocó, y, al igual que ocurrió por ejemplo en Hollywood, los nobles se convencieron de que su opinión sobre la causa LGBT+, los fitosanitarios o la guerra en Medio Oriente era muy importante para el mundo. Por eso, los escándalos que envuelven actualmente a la realeza son de carácter ideológico, y aquí la cosa se complica.
Por ejemplo, como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, el Rey Carlos III es el gran valedor de objetivos woke, que van desde cuestiones ambientales, alimentarias, promoción del multiculturalismo, el neomalthusianismo y toda la ingeniería social que pueda abarcar su filosofía, hasta la promoción del islamismo. Durante el último Domingo de Ramos su discurso ensalzó al islam antes de aludir al significado cristiano, lo que desató una catarata de críticas por diluir el mensaje bíblico. Ha adoptado posturas contrarias a la tradición cristiana, por ejemplo en las recientes celebraciones islámicas organizadas en el Castillo de Windsor, donde incluso se escucharon cánticos de «Allahu akbar» durante los actos previos al Ramadán. Su hijo Harry y su inefable esposa Meghan, a la cabeza de la Casa de Sussex, se convirtieron en paladines del progresismo más banal, inspirando tal vez a otros miembros de la realeza del viejo continente…
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