Por Zoé Valdés/La Gaceta de la Iberosfera.
La censura actúa como un invisible bisturí, diseccionando textos y amputando palabras o ideas que el poder considera peligrosas o inconvenientes. No distingue época ni ideología: puede adoptar la severidad de un burócrata franquista, armada de lápiz rojo y manual de moralidad, o el silencio ordenado por comisarios de otra latitud, ejecutado con la misma eficacia y sigilo, pero bajo nuevas consignas. El escritor, atrapado entre estos fuegos cruzados, se convierte en equilibrista de su propio lenguaje, orillando la autocensura mientras sortea lo indecible y lo inaceptable para el presente régimen.
A veces, los censores son lectores tan atentos que en sus tachaduras brilla, paradójicamente, un cierto respeto o comprensión del texto original. En otras, la prohibición es tan absoluta que opera como un borrado existencial, arrojando la obra y al autor a la intemperie del exilio y el olvido. Así, la censura no sólo mutila el texto, sino que redefine la memoria colectiva, decidiendo qué voces habrán de perdurar y cuáles serán condenadas a la sombra.
Sin embargo, la literatura —terca y audaz— encuentra resquicios para sobrevivir. Editores valientes, lectores cómplices y el tiempo, que todo lo filtra y revela, terminan por rescatar obras que un día fueron perseguidas. La censura, en su empeño de controlar el relato, suele alimentar el mito y el deseo de aquello que reprime: lo prohibido se transmuta en leyenda.
Y pese a todo, como un eco persistente, la censura se reinventa, ajustando sus máscaras y métodos, pero nunca desapareciendo del todo. El desafío sigue siendo el mismo: escribir, leer, y recordar en voz alta, incluso cuando otros insistan en que hay cosas que es mejor callar…