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Mundo

Lecciones nórdicas para la isla que espera

Por Carlos Manuel Estefanía.

Desde mi ventana, en las afueras de Estocolmo, veo cómo el otoño se disuelve en una bruma tenue sobre los techos y los abedules ya semidesnudos, aún rodeados de esa hojarasca amarilla que hace unas semanas convertía el paisaje en el cuadro de un genio gigante, quizás ese al que llaman Dios. En Botkyrka, todavía no nieva; llueve, pero la lluvia no cae: conversa. Golpea los cristales con una cadencia que invita al pensamiento, y uno, hipnotizado por el romántico goteo del cristal, termina preguntándose qué significa realmente vivir en un país que cambia tan rápido sin perderse a sí mismo, tan parecido a ese futuro utópico que nos prometió en sus orígenes el castrismo: la promesa jamás cumplida, el sueño convertido en auténtica distopía para quienes han quedado encerrados en nuestra patria.

Pero hablemos de nuestro habitual tema; Suecia. Como siempre, y gracias a una prensa que, reconozco, no lo cuenta todo, pero sí muchísimo más que la cubana, esta semana  la nación nórdica pareció mirarse al espejo, un cristal un tanto empañado pero reflejante al fin. El gobierno impulsa reformas penales y proyectos de defensa; los tribunales enfrentan delitos ambientales y amenazas terroristas; la economía tantea la recuperación entre la inflación y el consumo; los sindicatos se baten con gigantes globales como Tesla. Todo ello, mientras en los barrios, la vida continúa: se renuevan terminales de autobuses, se abren exposiciones juveniles, se celebran conciertos y se reparte café en bibliotecas que son más templos culturales que fríos edificios municipales.

El debate más intenso fue quizás el de bajar la edad de responsabilidad penal de 15 a 13 años. En los periódicos y cafés se discute con la pasión contenida de los suecos: ¿debe un adolescente pagar como adulto por delitos graves? ¿O debe la sociedad preguntarse antes por qué esos niños terminan en manos de las bandas?

El gobierno promete cortar el reclutamiento juvenil que alimenta a unas 17,500 almas atrapadas en la criminalidad organizada. Pero los benévolos sociólogos, acomodados en sus sillones universitarios, lejos de las bombas y los tiroteos, advierten: castigar antes no es necesariamente educar mejor. Lo dicen seguros de que, allí donde no viven, en los suburbios segregados económicamente de Estocolmo, donde las familias se encuentran entre la integración y la marginalidad, tan lejos de sus poltronas y redacciones, la prevención vale más que el castigo. Personalmente creo que una cosa no contradice la otra; es una muestra de que estos opinadores, por lo general declarados de izquierda, terminan siendo lo más conservador que hay, cosas de la realidad sueca.

En Cuba, donde crecimos viendo cómo la ley se usaba para intimidar y no para proteger, este debate sueco podría parecernos una lección: la justicia no se mide por la dureza del castigo, sino por la capacidad del Estado de ofrecer caminos antes del delito. No es falso, pero tampoco es suficiente para resolver el problema. Es verdad que no hay reforma penal que funcione sin esperanza social, pero, al margen de eso, no creo que el justo castigo frene la integración social; por el contrario, crea las condiciones de seguridad que necesitan los jóvenes de los guetos para ascender en la escala social. Y la protesta que ha habido contra encarcelar a los «niños» asesinos podría resolverse claramente creando cárceles ad hoc, donde no se mezclen con adultos y no se conviertan en algo peor de lo que ya son. Extraño que nadie lo haya propuesto hasta el momento; tendré que enviar una nota como lector al periódico, incluso a riesgo de que no me publiquen y que, en cambio, no me roben la idea, y aparezca como aporte de un doctor, algo que ya me ocurrió una vez. Pero, por lo menos, se logra aportar al debate.

Mientras sigue la polémica, nos salvamos por un pelo de un posible atentado. En Estocolmo, la fiscalía presentó cargos contra un joven de 18 años acusado de preparar un atentado durante el Kulturfestival (Festival de Cultura). Apenas un muchacho, con otro menor implicado. No hubo explosión, gracias a la vigilancia policial, pero el país sintió el temblor invisible del miedo.

Ese miedo, aquí, no se usa como arma política. Se discute, se analiza, se contextualiza. Los medios hablan de radicalización, pero también de vulnerabilidad. No todos los que se pierden en la violencia nacen violentos. Y es ahí donde Suecia parece debatirse: entre protegerse y no perder su alma abierta.

En Cuba, el poder convirtió el miedo en su combustible. Aquí, el miedo, cuando no se aplaca por decreto, lo que a veces ocurre, se convierte, para bien de la sociedad, en un reto al que se responde con diálogo. Esa diferencia, sutil pero fundamental, explica por qué una democracia se fortalece y una dictadura se pudre.

Mientras tanto, el gobierno inauguró el llamado en sueco Finansiellt underrättelsecentrum, algo así como Centro de Investigación Financiera, institución creada para coordinar inteligencia financiera y cortar los flujos del dinero sucio que alimentan a las bandas. Dicen que la economía criminal mueve entre 100 y 150 mil millones de coronas cada año.

Atacar el dinero es atacar el corazón del mal. En un país tan ordenado como Suecia, descubrir esos ríos ocultos de dinero sucio resulta casi surrealista. Pero aquí no se esconde la mancha: se estudia, se legisla y se combate con transparencia. Me asombra la demora en esta medida. Si las cosas del palacio van despacio, la lentitud de los políticos es aún mayor. Es lo que hay.

De cualquier modo, esta es una lección para la Cuba futura: sin transparencia económica no hay democracia posible. Y no basta con que entre los lobos del gobierno se devoren, sacrificando cada cierto tiempo a uno de la manada para aplacar la sed de justicia popular. El día que nuestro país tenga una fiscalía que investigue la corrupción sin mirar credenciales políticas, ese día comenzará realmente la República.

Suecia sigue parcializada en el conflicto ruso-ucraniano. En este aspecto, no se escucha disidencia alguna; por el contrario, el país se implica cada día más y de forma, para mí, temeraria en la pelea entre sus primos de la «Rus». En estos días, el gobierno del país de donde procedían los vikingos reafirmó su apoyo a Ucrania, incluso con la posibilidad de entregar cazas Gripen. Al mismo tiempo, canceló trece parques eólicos por razones de seguridad militar. Es el eterno dilema: protegerse o avanzar. La decisión enfureció a ecologistas y empresarios, pero al menos en esta ocasión hubo espacio para debatir públicamente, sin miedo a la crítica. Aplauso; desde que los proyectos energéticos pasan por el filtro del diálogo, se respira democracia.

Mientras tanto, aquí en Botkyrka, el caso Think Pink —la empresa que enterró basura tóxica en más de veinte lugares— sigue en los tribunales. Diez condenas, una apelación y un país que exige cuentas. Imagino qué pasaría si en Cuba se juzgara así a quienes arrasan los manglares, envenenan ríos o destruyen ecosistemas enteros. Tal vez la Isla renacería más limpia, no solo de residuos, sino de impunidad.

Pero no todo es política o economía. En las calles de Tumba, la vida vibra con un pulso más íntimo. Se levantan andamios para modernizar el centro y las quejas por el tráfico se mezclan con la esperanza de una ciudad más amable.

En la escuela Rikstens, alumnos y policías ensayaron un simulacro de violencia letal. No fue un ejercicio militar, sino un acto de prevención y aprendizaje. Enseñar a proteger sin infundir miedo: otra forma de madurez cívica en una sociedad que se ha vuelto insegura.

En la Konsthall (Salón de Arte municipal), los jóvenes del bachillerato Tumba Gymnasium preparan su exposición “Naturen” (Naturaleza). Arte que habla de raíces, fragilidad y belleza. En las bibliotecas, los talleres de idiomas reúnen a iraníes, sirios, somalíes, cubanos y suecos que aprenden juntos a decir “gracias” y “mañana” en otra lengua. Allí, entre libros y cafés, se ve la democracia en su forma más pura: el encuentro.

El fin de semana, la Botkyrka kyrka resonó con el Requiem Alemán de Brahms, y en Tumba kyrka, la periodista Alexandra Pascalidou habló sobre la paternidad moderna: “¿Dónde están los padres?”. Una pregunta que, en realidad, va más allá de los hogares suecos.

¿Dónde están los padres de la patria cuando los jóvenes delinquen, cuando los poderosos abusan, cuando los ciudadanos pierden la confianza? Tal vez, pienso, los verdaderos padres de una nación no son los héroes del bronce, sino quienes enseñan a sus hijos a dialogar, a pensar, a disentir.

En este rincón multicultural de Suecia, he aprendido que la democracia, además de ser un ideal que nunca se completa, no es un sistema: es un hábito. Se entrena como se entrenan los músculos, día tras día, en pequeñas cosas: participar en una encuesta sobre el agua, asistir a una reunión del vecindario, protestar con respeto, votar con criterio, escuchar al otro.

Aquí no todo es perfecto. Hay miedo, desigualdad, burocracia, crimen. Pero hay algo más fuerte: la voluntad colectiva de corregir el rumbo sin destruir el barco.

En Cuba nos enseñaron que el Estado lo decide todo y el ciudadano obedece. En Suecia, el ciudadano decide y el Estado administra. Esa inversión de papeles —aparentemente simple— es la frontera entre servidumbre y libertad.

Mientras escribo estas líneas, en la biblioteca de Tumba, un grupo de niños pinta hojas secas con témpera azul. La maestra les dice: “Naturen är vår vän” —la naturaleza es nuestra amiga—. Y pienso en esa frase como si hablara de algo más que el bosque: la democracia también es naturaleza, una criatura frágil que, sin caer en milenarismos calentológicos, hay que cuidar todos los días.

Desde Botkyrka, donde el otoño y la esperanza huelen a pan caliente y a lluvia limpia, envío este relato a mis compatriotas del exilio y a los que aún resisten en la Isla: que no perdamos nunca la fe en construir una sociedad donde el diálogo sea más fuerte que el miedo, el mismo que han iniciado los suecos, un pueblo que aseguro no es mejor ni peor que el nuestro. Solo tenemos que librarnos de esos complejos de inferioridad con los que nos han educado desde que vinimos al mundo como nación independiente.

Y así, en esta travesía entre dos mundos, donde el eco de la libertad resuena en cada rincón de Suecia mientras la Isla aguarda su despertar, me aferro a la idea de que el diálogo es la herramienta más poderosa para construir un futuro. En cada conversación, en cada encuentro, se teje un hilo de esperanza que puede unir corazones y mentes, desafiando el miedo y la indiferencia. La democracia, como la naturaleza, es un proceso en constante evolución; requiere cuidado, atención y, sobre todo, la valentía de soñar con un mañana diferente. En este rincón del mundo, el otoño no solo trae consigo la caída de las hojas, sino también la promesa de un renacer, un recordatorio de que cada cambio, por pequeño que sea, puede ser el comienzo de algo grandioso. Desde aquí, envío un abrazo fraternal a todos aquellos que luchan por un mundo más justo, donde la voz de cada uno cuente, y donde el amor por la libertad sea el faro que ilumine nuestro camino, lo mando en particular para mis hermanos nacidos en la isla que espera.

Carlos M. Estefanía es un disidente cubano radicado en Suecia.

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