Por Manuel C. Díaz.
Todos sabemos los esfuerzos y sacrificios que las familias cubanas exiliadas debieron hacer en los primeros años de destierro. Todos tenemos una anécdota (a veces un doloroso recuerdo) que contar: la llegada a Miami a través de los Vuelos de la Libertad, Camarioca o el Mariel; el modesto primer apartamento en la Pequeña Habana o Hialeah; el primer empleo de los padres en una gasolinera o un restaurante; el desafío cultural que debían enfrentar los niños, sin saber el idioma, en el primer día de clases. Y, sí: alguna que otra noche llorando de nostalgia.
Todos sabemos también que, detrás de esos duros comienzos, siempre estuvieron, ayudando a sostener el hogar con dobles turnos en las factorías y limpiando casas, las abnegadas madres cubanas.
Aquí comparto con ustedes un fragmento de mi cuento, Doña Josefa, en el que creo reflejar, de alguna simbólica manera, la historia de nuestras propias madres.
A todas ellas, dondequiera que estén: ¡Feliz Día de las Madres!
Doña Josefa
Doña Josefa era una criolla hija de asturianos, ancha y fuerte como las aldeanas de Oviedo y tesonera como sus antepasados. Habanera de nacimiento y salesiana por educación, se había casado en 1942 con el doctor Alfredo Marimón y había tenido dos hijas: Elenita y Mercedes.
A los treinta ocho años, cuando el gobierno revolucionario intervino los negocios de su familia, lo primero que sintió fue una sensación de absoluto desamparo y derrota.
Después le pareció que, junto con los bienes confiscados, le habían arrebatado también el mundo de orden y armonía en el que había crecido. Pero cuando en verdad supo que ya nada volvería a ser como antes, fue cuando uno de los capataces de la fábrica, vestido de miliciano y con una metralleta checa al hombro, entró una mañana en la oficina de su padre y le ordenó marcharse de allí para siempre.
Una semana más tarde le cerraron la consulta al esposo, le congelaron las cuentas bancarias, lo despojaron de su cátedra universitaria y lo acusaron, sin pruebas, de conspirar contra la Revolución. Ese día comprendió que el terror se había instaurado en su patria y se dispuso a comenzar una nueva vida.
Cuando al fin su esposo fue liberado, Doña Josefa arregló los asuntos de su familia en la Embajada americana, hizo una hoguera en el traspatio de su casa, quemó sus recuerdos con dolor y parsimonia y marchó al exilio con su esposo y sus hijas.
Vivieron treinta años en Atlanta, cinco meses en Augusta y trece días en Savannah y en todo ese tiempo supo ser la matrona tenaz que reconstruiría sus fragmentados destinos: sostuvo la casa mientras el esposo retomaba su truncada carrera, fue el artífice de la educación de las niñas y creó un nuevo universo familiar en las frías planicies de Georgia.
Cuando el doctor Marimón murió se dio cuenta, con el corazón oprimido de pena, que estaba sola en la tierra, que la vida se le acababa, que el sentido de la existencia se le había extraviado en un ámbito que no era el suyo y que todavía sentía un rencor implacable por los que la habían expulsado de su suelo natal.
Ese mismo día lo vendió todo y se mudó a Miami para estar cerca de sus hijas, de sus nietos y de su venerado terruño.
-“Después de todo- se dijo- Cuba está a solo noventa millas de Cayo Hueso”.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
Muchas gracias por honrarnos, la madre cubana merece una condecoracion un trofeo de abnegacion, este cuento recuerda como a muchos lo que fue realmente la partida sin regreso y sin recuerdos y Felicidades a todas las mamasotas y mamasitas cubanas y del mundo
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