Cultura/Educación

Las cataratas de Iguazú -Una maravilla de la naturaleza-

Por Manuel C. Díaz.

Antes de que llegáramos a las cataratas de Iguazú, nuestro guía comenzó a proporcionarnos las estadísticas del lugar. Por la seriedad con que lo hacía parecía un profesor universitario dirigiéndose a sus alumnos: “Son 275 saltos de agua separados unos de otros, algunos de más de 260 pies de altura, que se desprenden sobre los precipicios en torrentes de un millón de galones de agua por segundo”. Hizo una pausa para ver el efecto de sus palabras, y agregó: “En la Garganta del Diablo, por ejemplo, antes de precipitarse en los acantilados desde una altura de 295 pies, se unen catorce saltos de agua en un torrente de inconcebibles proporciones”. Todo el grupo estaba pendiente de sus palabras. En realidad, lo que hacía era tratar de crear expectación en nosotros y prepararnos para lo que estábamos a punto de ver: una maravilla de la naturaleza.

Las cataratas de Iguazú, que deben su formación geológica a sucesivas capas de roca volcánica acumuladas a través de millones de años, fueron declaradas Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO en 1986. Están localizadas en el río del mismo nombre, en la frontera de Brasil y Argentina, y se puede llegar a ellas desde cualquiera de los dos países. Nosotros, como habíamos volado desde Río de Janeiro, comenzamos nuestro recorrido en la parte brasileña, que es desde donde mejor pueden verse.

Al Parque Nacional do Iguaçu, que es así como se llama el que está en Brasil (hay otro en el lado argentino), se accede a través de un moderno Centro de Visitantes en el que hay un museo y un par de tiendas de regalos. Desde allí, unos ómnibus trasladan a los visitantes hasta un circuito de pasarelas de madera que bordean los acantilados y desde donde pueden verse todos los saltos de la parte argentina. Estas pasarelas, que están unidas entre sí, van ascendiendo y descendiendo entre la vegetación y las rocas y tienen numerosos puntos de observación para tomar fotos.

Al final del recorrido, después de pasar el salto de Los Tres Mosqueteros, está el de Santa María, desde donde una ramificación de la pasarela se extiende sobre el río hasta llegar frente a la Garganta del Diablo, el más grande de todos los saltos. Algunos de nuestro grupo no se atrevieron a caminarla. No porque fuese peligroso hacerlo, sino porque el torrente de las aguas, al caer al unísono desde distintos saltos, lo moja todo a su alrededor. Mi esposa y yo casi estuvimos a punto de no hacer el recorrido. “Nos vamos a empapar”, me dijo ella. “No importa”, le dije. “Esto es una vez en la vida”. Así que resguardamos bien las cámaras de fotografía para que no se mojaran y nos adentramos en la pasarela. Una lluvia fina, como de niebla, llegaba desde la Garganta del Diablo y caía con suavidad sobre el camino. Al final, justo cuando llegábamos a la punta del mirador, el sol asomó entre las nubes. En ese momento, todos pudimos verlo: un hermoso arco iris se extendía entre las dos orillas.

Al otro día, temprano en la mañana, cruzamos la frontera para acceder a la parte argentina. Todo fue rápido y sin complicaciones. Nuestro guía tenía nuestros pasaportes y se ocupó de todos los trámites. No tuvimos ni que bajarnos del ómnibus en que viajábamos. En menos de una hora llegamos al Parque Nacional de Iguazú, esta vez en territorio argentino, en la norteña provincia de Misiones. Al igual que hizo en Brasil, antes de que llegáramos al parque, nuestro guía nos fue ofreciendo una valiosa información. Nos dijo que el parque fue creado en 1934, tiene más de 67,000 hectáreas de superficie y su nombre, Iguazú, como el de las cataratas, proviene de las palabras guaraníes “y” (aguas) y “guasú” (grande). En el parque hay más de cuatrocientas especies de aves, entre las que se cuenta el famoso Tucán, un pájaro que es fácil de reconocer por su largo y curvado pico amarillo.

El Parque Nacional de Iguazú, al igual que su contraparte brasileña, tiene una entrada principal habilitada para recibir a los visitantes. Allí tomamos el llamado Tren Ecológico de la Selva y fuimos a ver la Garganta del Diablo; esta vez desde la parte argentina. Fue un cambio de perspectiva visual que provocó sensaciones encontradas en nosotros. El día anterior, miradas desde abajo, las aguas que caían parecían a punto de hacernos desparecer bajo su torrente. Ahora era como si fueran a arrastrarnos hacia el abismo que se abría ante nuestros ojos. La fuerza de la corriente desprendía la tierra de las orillas y las aguas que llegaban, aun antes de precipitarse en el vacío, eran de color ocre. El sordo estruendo de su caída subía desde el fondo del acantilado, quedaba atrapado entre las dos riberas y hacia retumbar la pasarela que se extendía entre ellas.

Antes de emprender el camino de regreso miramos por última vez las cataratas. Estábamos convencidos de que no volveríamos a verlas. Sin embargo, cuando ya volábamos hacia Buenos Aires, el piloto hizo un giro hacia la izquierda y, de repente, aunque distantes, volvimos a verlas. Esta vez, desde la altura, en toda su magnitud. Sin límites territoriales. Como cuando los guaraníes, asombrados ante su magnificencia, las llamaron Y Guasú.

Manuel C. Díaz es escritor, periodista, y cronista de viajes.

Image par AndreaRochas de Pixabay.

Vidéo de Aristides Girardi Girardi sur Pixabay.

Compartir

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*