Por Manuel C. Díaz.
Joicel Martínez estaba sentado en el muro del malecón a la altura de la calle Galiano, justo frente al hotel Deauville. Esperaba a Laira, su novia, y por eso miraba hacia el parque Maceo, de espaldas al mar. No había ido a trabajar porque la ciudad estaba paralizada por los últimos acontecimientos: la aparición de la Virgen en Oriente, la muerte del Máximo Líder, la sublevación militar, el bombardeo del Palacio de la Revolución y la creación de la Junta de Salvación Nacional.
El país estaba sumido en la incertidumbre y una tensa calma lo permeaba todo. Sin embargo, las calles estaban llenas de gente que deambulaba sin concierto en un estado de perpetua urgencia. Algunos trataban de comprar comida en la bolsa negra; otros robaban lo que podían. Se decía que el ejército había dado muerte a varios saqueadores en la zona de las embajadas y que en el Parque de la Fraternidad habían aparecido los cadáveres de cuatro conocidos traficantes de drogas y dos jóvenes prostitutas.
Todos esperaban que el general Tejera, que presidía la Junta, iniciase contactos con el gobierno de los Estados Unidos y con la Unión Europea. Ya habían liberado, como un gesto de buena voluntad, a una docena de prisioneros políticos. Una esperanza compartida cohesionaba a los ciudadanos. La certidumbre de que la noche negra del castrismo había quedado atrás parecía, al fin, asentarse en la conciencia nacional.
Eran las 11:57 de la mañana cuando Joicel vio doblar a Laira en la esquina de Campanario. Aunque era casi el mediodía, el sol aún no se había desprendido perpendicular sobre la ciudad y la brisa tierna de los amables inviernos cubanos, acrecentada por la sombra de los edificios, soplaba desde tierra adentro con inusual fuerza y dirección. Todavía muchos años después, Joicel Martínez recordaría aquella hora con exactitud porque había mirado su reloj para comprobar la puntualidad de Laira.
Fue entonces que sintió el temblor. No lo sintió en los pies, que no le llegaban al suelo, sino en las nalgas. Y aunque le pareció que el estremecimiento provenía de la tierra, se bajó del muro y, sin saber por qué, se volvió a mirar hacia el mar.
Las aguas se habían tornado grises y a lo lejos, en el horizonte, el cielo era rojizo. Un ruido sordo y continuado, como de caballos desbocados, le llegó junto a un aire frío que se había destapado de repente. Entonces vio como las aguas se alzaban, desde la Chorrera hasta el Morro, formando una ola negra de ominosas proporciones que avanzaba hacia tierra. Nunca había visto nada parecido, pero enseguida supo que estaba en presencia de un cataclismo. No pensó en el origen del fenómeno, sino en sus consecuencias. Se volvió hacia Laira, que ya había cruzado hacia el muro, y le hizo señas de que retrocediera. Pero ella siguió caminando a su encuentro. Joicel la vio sonreír y comprendió que no se había percatado del peligro. Entonces corrió hacia ella para no perder tiempo. Laira trató de abrazarlo, como siempre hacía en sus encuentros, pero él la rechazó. Antes de que ella pudiera preguntar algo, la agarró por un brazo y gritó:
–Corre y no mires hacia atrás.
Ella obedeció. Atravesaron la calle San Lázaro y siguieron corriendo por el centro de la de Galiano. Ya la gente, al sentir el temblor, había comenzado a salir de sus casas y se agrupaba en las esquinas. No sabían lo que ocurría, pero en lugar de buscar grietas en el pavimento, miraban hacia el mar. Muchos de los sobrevivientes aseguraron después que ese fue el momento exacto en que vieron a la Virgen delinearse entre las nubes negras del horizonte. Otros dijeron haberla visto sólo después de que el mar llegara hasta la calle Reina. Para cuando Laira y Joicel llegaron a la altura de San Rafael, ya las aguas barrían el muro del malecón.
Las primeras olas arremetieron contra los botes que estaban a la entrada de la bahía y los elevaron, envueltos en la espuma de sus crestas, hasta estrellarlos contra los arrecifes. Después pasaron sobre el muro y arrastraron automóviles, bicicletas y transeúntes, lanzándolos sobre las fachadas de las plantas bajas de los edificios del litoral y dejando un rastro de catástrofe a su paso.
Los automóviles quedaban trabados entre las columnas de los portales, pero las bicicletas y transeúntes entraban flotando sobre las aguas por las puertas y ventanas de las casas, hasta chocar con las paredes de los patios interiores. El edificio Sarrá, uno de los más altos de la zona, se vino abajo por el impacto de las aguas contra sus columnas. Los inquilinos del primer piso murieron ahogados, pero los otros quedaron sepultados bajo el concreto.
En el parque Antonio Maceo, la estatua de bronce del titán cayó de su pedestal, se partió justo a la mitad, y el caballo fue arrastrado por las aguas que corrían por la calle Belascoaín hacia arriba. El torso del general Antonio se incrustó en las paredes del Hospital Hermanos Ameijeiras. Nunca se supo que pasó con la mano que sostenía el machete.
En el Paseo del Prado, aunque algunos árboles fueron arrancados de raíz, la mayoría soportó el embate. Sin embargo, ninguna de las farolas resistió el primer golpe de agua. Las que no fueron arrastradas por las aguas, quedaron retorcidas entre el resto de los bancos de hierro. Sólo los famosos leones del boulevard sobrevivieron la embestida.
Joicel y Laira estaban parados en medio de la calle, a la altura de San José, cuando vieron venir las aguas. Vieron también cómo fueron arrastrados los que estaban parados más abajo en la intersección de Neptuno. Sobre la marejada, entre cadáveres y escombros, Joicel y Laria pudieron ver los restos de algunas embarcaciones que, aunque parcialmente destruidas, todavía parecían navegar por el centro de la avenida. Las que perdían el rumbo terminaban incrustadas en los portales de las tiendas. Otras, las más pequeñas, se deslizaban veloces sobre la corriente como si todavía estuviese a bordo su timonel.
Joicel supo que no podrían salvarse si seguían corriendo por las calles. Entraron en la antigua tienda Flogar y subieron hasta la azotea. Desde allí vieron cómo las columnas del edificio América cedían y el primer piso caía sobre los portales de la cafetería. Entonces, cuando miraron hacia el malecón, la vieron. Sobre las grandes olas que seguían formándose en el horizonte, se alzaba la imagen de la Virgen. Los colores de su capa refulgían entre las nubes negras que se alineaban en el firmamento. Joicel y Laira se arrodillaron. Temblaban. Joicel miró a Laira y le preguntó: “¿Tú sabes persignarte? Ella no comprendió la pregunta. Joicel se dio cuenta de que Laira no sabía ni lo que quería decir persignarse, y le dijo: “Fíjate en mi mano, haz lo mismo que yo y repite conmigo: En el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Laira repitió los movimientos de la mano de Joicel con mímica precisión. Al terminar, cuando dijo Amén, cerró los ojos y comenzó a sollozar.
En ese preciso momento el cielo se encendió de relámpagos y las aguas, aunque no se detuvieron, parecieron ceder.
Cuando llegaron a casa de Laira eran más de las ocho de la noche. Les había tomado casi tres horas recorrer un trayecto de apenas dos kilómetros. El pequeño apartamento en que Laira vivía con su familia estaba en la calle Monte, subiendo desde el Paseo del Prado. Hasta allí también habían llegado las aguas. Los vecinos trataban de sacar el agua como podían, pero la oscuridad se los impedía. Alumbrándose con velas y mechones, estaban encaramados en las barandas de los portales sin saber qué hacer; otros cargaban televisores, radios de consola y ventiladores, y los colocaban en los techos de los automóviles.
La Defensa Civil ya había comenzado a evacuar a los damnificados, pero la mayoría se negaba a abandonar sus hogares porque no querían perder sus pocas pertenencias. Sólo los que vivían en las zonas cercanas al malecón evacuaron voluntariamente sus casas. Con el agua casi a la cintura y bultos de ropa sobre sus cabezas, avanzaban chapoteando por las bocacalles del Vedado en busca de las colinas del zoológico.
Corrían rumores: el túnel de línea se había derrumbado y bajo sus escombros habían quedado atrapados varios automóviles de los cuales sólo se veían sus antenas; cerca del Castillo de la Punta, los socorristas encontraron un niño recién nacido dentro de una cesta de mimbre que flotaba, como la de Moisés, sobre las aguas de la Avenida del Puerto; en el estadio Latinoamericano miles de damnificados dormían en la intemperie porque en las gradas ya no cabía la gente; un camión cargado de botellas de agua potable fue asaltado en el Paseo del Prado, frente al Capitolio, y el chofer resultó herido de una pedrada en la cabeza; dos turistas canadienses que se hospedaban en el Hotel Meliá-Cohíba fueron arrastrados por la corriente cuando tomaban fotos en el malecón; en algunos hospitales los pacientes eran sacados en camillas en medio de la noche y dejados en la calle porque no había ambulancias para transportarlos a los refugios. El sonido de las sirenas, interrumpido sólo cuando los carros de bomberos quedaban inmovilizados por los vehículos embotellados en medio de las calles, llegaba a todos los rincones de la ciudad. La gente corría sin saber por qué ni hacia dónde. El caos se apoderaba poco a poco de la ciudad. En las iglesias de los barrios altos los creyentes rezaban y le pedían perdón a la Virgen. Mercedes Monar les había hecho llegar su advertencia: regresen a la fe o serán castigados. Pero nadie la escuchó. La tildaron de loca. Y se burlaron de ella. Ahora, el castigo anunciado había llegado. Y había llegado, justamente, desde el mar.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
Gustavo Acosta es un pintor cubano exiliado en Miami de la Generación de los ’80.
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