Por Manuel C. Díaz.
-Mercedes recibe un terrible mensaje de la virgen-
El pueblo tenía un parque con glorieta, un cementerio con pocos muertos, una estación de policía, y las oficinas del Secretariado Municipal del Partido Comunista. Pero no tenía hospital. Mercedes entró al cuerpo de guardia del policlínico con las manos ya vendadas. En el último momento, antes de enganchar el caballo al carretón, Conrado había logrado envolvérselas con unos pedazos de tela blanca que terminaron adheridos a la carne. El médico que la atendió, un joven de gestos desenfadados, despegó con cuidado la tela y dejó al descubierto las heridas. Pero no se sorprendió por la severidad de estas. Las examinó con atención antes de preguntar:
–¿Con qué te quemaste?
–Con nada –contestó Mercedes- De repente sentí un dolor y cuando me las miré, ya estaban así.
El médico movió la cabeza con incredulidad.
–No puede ser; dime la verdad. Tienes que haberte quemado con algo.
–No me quemé con nada, doctor. Le estoy diciendo la verdad.
El médico no insistió. Se volvió hacia la enfermera y dijo:
–Marisleydis, vamos a tratar de desinfectarle la herida. Si encuentras algún ungüento con antibióticos, aplícaselo. Y si no, lávale las manos y véndaselas con una gasa que esté limpia.
Entonces le dijo a Mercedes:
–A mí no me importa cómo te quemaste; pero tengo que poner algo en el reporte. Así que mira a ver lo que haces.
Conrado, que había estado parado en la puerta, no se pudo contener. Conocía el carácter de su mujer, impenetrable y duro, pero esencialmente honesto. Así que dijo:
–No la atosigue, doctor. Mi mujer no miente nunca.
El médico se volvió hacia la puerta y preguntó:
–¿Entonces?
–Esas quemaduras tienen que ver con la Virgen.
–¿Qué virgen?
–La Virgen de la Caridad -contestó Conrado.
El médico, que no parecía asombrarse por nada, se acercó entonces a Conrado: –¿Y qué tiene que ver la Virgen con las quemaduras de tu mujer?
–No lo sé; pero yo acabo de verla.
–¿A quién acabas de ver?
–A la Virgen.
La noticia salió del policlínico junto con Mercedes y sus manos vendadas hacia la casa de su hermana Carmela. Fue ella quien le quitó las gasas para poder ver las heridas. Y cuando lo hizo, dijo sin titubear:
–No son quemaduras; son estigmas.
Y como nadie pareció entender, añadió con convicción:
–Son las marcas de los clavos de Cristo.
Algunas vecinas se acercaron para poder ver las manos de Mercedes. Las que lo hicieron mostraron perplejidad, no ante la severidad de las quemaduras, sino ante la perfección del escariado redondel. Otras se persignaron y permanecieron paradas junto a la puerta. Nadie hablaba. Un silencio sobrenatural parecía haberse asentado en la pequeña sala. Mercedes, que se sentía incomoda por el silencioso escrutinio, dijo:
–Carmela, por favor, dile a Conrado que quiero irme para la casa.
Mercedes no durmió en toda la noche. Se mantuvo en la cama, con las manos descansando sobre el pecho, pensando en la relación que podría existir entre la aparición de la Virgen en el naranjal de su finca y la veneración que siempre sintió por ella desde que, siendo una niña, su abuela la llevó al Santuario del Cobre.
Conrado tampoco había dormido. Pasó la noche sentado en una butaca, contando las horas y mirando cómo las estrellas que se veían a través de la ventana abierta desaparecían, una a una, antes del amanecer. Cuando se levantó para hacer café, sólo quedaba un lucero titilando junto a la luna. Los gallos comenzaban a cantar cuando Mercedes apareció en la cocina y preguntó:
–¿Qué fue exactamente lo que dijo la Virgen?
Conrado esperó que la borra del café hirviera antes de contestar:
–Me dijo: mañana ven con Mercedes.
–Es decir, hoy.
–Sí, hoy.
Conrado retiró el jarro de la candela, sirvió dos tazas de café y las colocó sobre la mesa.
–Te quedó falto de azúcar –dijo Mercedes.
–Tú siempre dices lo mismo.
–Porque siempre te queda falto de azúcar.
Conrado no tenía deseos de discutir. Cogió su taza de café, salió al portal y se sentó en el taburete a tomárselo como siempre. Mercedes se asomó a la puerta y dijo:
–Voy a vestirme para que me lleves a ver a la Virgen.
Conrado no contestó, pero cuando la sintió registrando en el baúl del cuarto, dijo: –No podemos ir en el carretón; tenemos que ir caminando, así que ponte las botas de trabajar.
Cuando llegaron al naranjal, el rocío de la madrugada todavía permanecía en las hojas de los naranjos y sus gotas resplandecían, suspendidas en sus bordes, como perlas heladas. En la orilla de los surcos la hierba mojada era un manto de acuático verdor que se extendía hasta la cerca de piedra.
–Es aquí –dijo Conrado.
Mercedes se detuvo y preguntó:
–Sí, ¿pero ¿dónde viste a la Virgen?
–Allá dentro.
–Llévame hasta el lugar donde la viste.
Conrado miró hacia el naranjal. Permaneció en silencio un momento y movió la cabeza, no para negar, sino en señal de perplejidad.
–No recuerdo el lugar –dijo.
–Entonces ¿Cómo damos con ella?
–Hay que esperar a que cante.
Pero Mercedes no esperó. A pesar de los estigmas en sus manos, apartó las ramas largas que llegaban hasta el surco y se adentró en el naranjal con determinación. Conrado la siguió a distancia. No habían llegado a la mitad del sembradío cuando sintieron el canto. Primero fue un débil tarareo melódico sin procedencia aparente. Pero enseguida escucharon la voz de la Virgen, clara y firme, entonando lo que les pareció un himno triste.
–Quédate aquí –dijo Mercedes.
Y avanzó hacia el lugar de donde procedía el lamento. Conrado se quitó el sombrero, como la primera vez, lo sujetó con ambas manos junto al pecho en señal de reverencia, y pensó: “De aquí no me muevo hasta que Mercedes regrese”.
Al fin, cuando ya el sol podía verse detrás de los picos de la cordillera, Conrado la vio venir dando tumbos entre los naranjos, apartando las ramas que la arañaban y resbalando en el fango de los surcos. Se le había desabotonado la blusa y sus pantalones estaban desgarrados a la altura de las rodillas. El pelo mojado le caía sobre la frente. Tenía el rostro demudado. Al llegar junto a él, cayó al suelo. Conrado trató de levantarla, pero ella lo apartó con un gesto de la mano, se incorporó por sí misma y dijo:
–Ayúdame a llegar a la casa.
Conrado no se movió. Lo que hizo fue preguntar:
–¿Qué pasó, Mercedes?
Pero Mercedes no pudo contestar. De repente, comenzó a llorar. Entre sollozos, no hacía sino repetir:
–Ay, Conrado; Ay, Conrado.
Entonces Conrado la abrazó y la dejó despeñarse por un barranco de llanto incontenible. Quiso consolarla, pero no halló palabras adecuadas para hacerlo. Cuando la sintió regresando de su congoja volvió a preguntar:
–¿Qué pasó, Mercedes?
–Ay Conrado; la Virgen me habló.
–¿Qué te dijo?
–Todavía no puedo creerlo.
–Pero ¿Qué te dijo?
Mercedes pareció transformarse antes de contestar. Se recogió el pelo mojado que le caía sobre la frente y se abotonó la blusa en un gesto de recuperada dignidad. El tono de su voz ya no era el mismo cuando dijo:
–Que debemos tener paz en nuestros corazones y volver a Dios.
A Conrado lo sorprendió el acento sacerdotal de la respuesta. Pero no alcanzó a comprenderla. Incrédulo, preguntó:
–¿Y eso fue todo lo que dijo?
–No. Me pidió que divulgara su mensaje.
–¿Cuál mensaje?
Conrado palideció al escuchar la respuesta.
–Que debemos regresar a la fe o nos espera un castigo terrible.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
Noel Morera es pintor cubano.
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