Por Manuel C. Díaz.
Hacía cuarenta años, once meses y catorce días, que no había vuelto a ver nuestra antigua casa. De manera que cuando me encontré frente a su verja, pensé que estaba soñando. Yo había jurado no regresar a Cuba, y lo había repetido tantas veces que resultaba imposible que ahora me hallase, por mi propia voluntad, en las puertas de nuestra vieja casona de La Víbora.
Sí, tenía que ser un sueño porque no recordaba cómo había llegado hasta allí. No tenía conciencia de los preparativos del viaje, ni del vuelo desde Miami. Tampoco recordaba haber llegado al aeropuerto de Rancho Boyeros, ni de haber visto la Isla desde el aire, ni de haber sentido esa emoción que siempre me dijeron se experimentaba al regresar.
Sólo sé que de repente estaba allí, sobrecogido por una abrumadora tristeza, y contemplando en silencio la casa donde había nacido.
Nada parecía haber cambiado en ella: seguía siendo majestuosa a pesar del evidente deterioro. Era de dos plantas, con un pórtico de columnas dóricas en el centro de su fachada, cuatro ventanas de cuerpo entero repartidas a ambos lados de la doble puerta y una veranda grande que corría por el costado de la sombra hasta una pérgola de vegetación prodigiosa que se alzaba en el traspatio frente a una fuente de piedra.
Había sido mandada a construir por mi abuelo en la parte más alta de la Loma del Mazo, cuando recién comenzaban los trabajos de adoquinar la Calzada del Jesús del Monte durante el gobierno del presidente Menocal y justo cuando Europa se hundía en los horrores de la Primera Guerra Mundial.
En el sueño me sentí recordando cómo en los diáfanos días del verano podíamos, desde las habitaciones de la planta alta, divisar la Farola del Morro y los barcos mercantes entrando a la bahía con sus banderas desplegadas.
Sí, claro que era un sueño, pues no supe como logré abrir la verja, ni cómo llegué hasta la puerta principal sin recorrer el camino de macadán que atravesaba los jardines.
No recordaba haber visto los rosales de mi madre que trepaban sobre la cerca, ni los framboyanes que yo había ayudado a sembrar en mis primeras vacaciones escolares. Lo cierto es que de pronto me vi en la saleta donde estaba el piano de mi hermana Raquel, que era donde solíamos reunirnos los domingos después del almuerzo para oírla tocar. Mis tías se sentaban en el sofacito, mamá y abuela en sus mecedoras, y nosotros en las butacas de mimbre que traíamos desde la sala.
Era como si el tiempo no hubiese transcurrido: sobre el piano estaba el portarretrato con la foto de toda la familia y las partituras de Lecuona que Raquel interpretaba desde niña. En una mesita, al lado de la ventana, estaba la lámpara Tiffany que mi abuelo había comprado en Nueva York, las revistas francesas que el consulado le enviaba todos los meses a mamá y una cajita de música que mi tía Catalina había traído de París y en la que podían escucharse, si había silencio, cuatro valses austriacos diferentes. Sobre la butaca de la esquina vi el costurero de mi abuela con dos ovillos de estambre todavía ensartados a las agujas.
Sin darme cuenta, seguí recorriendo la casa con la lentitud e intermitencia de los sueños: el pasillo que conducía al comedor estaba en brumas y lo atravesé a tientas entre los cuadros con las fotos de los antepasados muertos que siempre ocuparon las dos paredes, cubiertos ahora por un paño de fieltro gris con un crespón negro en el centro.
La mesa estaba preparada como solían hacerlo para la cena de Nochebuena, con la mantelería más fina y con la vajilla y los cubiertos que le habían traído a mi madre -desde Londres y como regalo de bodas- unos primos de Camaguey.
Tuve la sensación de que el tiempo se revertía y creí que de un momento a otro comenzarían a llegar mis tíos y primos, y que toda la familia se sentaría a cenar después del brindis como siempre habíamos hecho. Me tomé el trabajo de contar el número de sillas: veinte. La misma cantidad que hubo en todas las Navidades que pasamos juntos. Mi padre se sentaba en una de las cabeceras y mi abuelo Ricardo en la otra.
Era una mesa gigantesca a la que se le adicionaban dos tablas en el centro para que cupiéramos todos, y que por un momento imaginé servida. Hasta sentí los olores de la cena: la nuez moscada en las salsas de las guineas, el mojo del lechón, el sofrito de los frijoles negros, el aderezo de vinagre en las ensaladas, y el aroma de las castañas asadas.
A un lado del comedor estaba lo que yo siempre había recordado como el lugar más importante de la casa, y al que todos consideraban casi como un santuario: la biblioteca de mi padre. Allí había leído mis primeros libros, y en sus páginas había descubierto un mundo de maravillosas fantasías.
Alejandro Dumas y Emilio Salgari me hicieron creer, durante algún tiempo y según el capítulo, que yo era uno de los Mosqueteros del Rey o un Príncipe de la Malasia, para tormento de mis primos a quienes perseguí todo aquel verano en los predios del jardín.
Sin embargo, cuando abrí la puerta no sentí el ambiente de aventura compartida de mis primeros héroes, sino aquella solemnidad académica que siempre me embargaba cuando entraba por las noches a despedirme de papá.
Todavía se podía notar el olor a pergamino en sus libreros y aquel frescor de bosques que siempre tuvo. Había un silencio que sobrecogía el ánimo, y aunque todo estaba en penumbras, porque las cortinas estaban corridas, pude ver los diplomas y el juramento hipocrático colgados en la alta pared donde estaban la panoplia japonesa y el cuadro de Norman Rockwell con la niña disfrazada de enfermera.
Y también vi, sobre el escritorio de nogal de mi padre, lo que quizás estaba buscando desde un principio en aquel sueño: mi viejo cofrecito de madera. Aquel que mi abuelo Ricardo me había tallado en su taller y en el que siempre guardé los tesoros de mi adolescencia.
Quizás pude haber despertado en ese momento y nada habría sucedido, pero quise saber si todavía el cofre guardaba las cosas que un día pensé me acompañarían para toda la vida: las dos espuelas de mi gallo muerto, la armadura medieval en miniatura que me trajeron mis padres de Toledo, el diapasón de acero de mi guitarra española y la destrozada violeta que una tarde me devolvió Antonieta entre las páginas de un libro de versos.
Cuando lo tomé en mis manos, tuve la certidumbre de que aquel sueño era algo más que un presagio sin importancia, y que de algún modo todo aquello estaba relacionado con la muerte, cuya autoridad podía sentirse sobre la casa de una manera sobrenatural.
Me detuve un instante, justo en el momento de darle vuelta a la llavecita en la cerradura, pues un pánico pequeño se me fue adentrando en el pecho. Pensé entonces que lo mejor sería salirme del sueño y recobrar, al hacerlo, mi antigua condición de desterrado sin patria. Y es que yo había jurado no volver; se lo había repetido hasta el cansancio a los amigos que me preguntaban si algún día regresaría a La Habana.
Y no volví nunca; como lo había prometido. Dejé la Isla en octubre de 1962, casi en el momento en que cerraban los vuelos internacionales cuando la Crisis de los Misiles y justo cuando la nación comenzaba a hundirse irremediablemente en la barbarie. Las grandes familias de antaño habían comenzado a irse desde que el huracán revolucionario azotó desde el oriente, y para cuando las vacas de la feria ganadera empezaron a pasearse por el hemiciclo sur del Capitolio Nacional, la pocas que quedaban se encerraron en sus mansiones creyéndose a salvo de la guardia roja que acababa de tomar el cielo por asalto. Al poco tiempo, la Revolución se declaró socialista en una tribuna improvisada en el Cementerio de Colón, entre mausoleos y metralletas al aire, a solo unos días del desembarco de los expedicionarios en Bahía de Cochinos.
El día de mi partida todavía el país andaba en pie de guerra y en la capital se aceleraban los preparativos para un eventual enfrentamiento con los Estados Unidos. En pocos días el mundo estaría al borde de la catástrofe nuclear, pero como en aquel momento no lo sabía, mi única preocupación era que no me cancelaran el vuelo y que mi abuelo se acordara de limpiarme la pecera todas las semanas hasta que yo regresase.
Cuando íbamos llegando al aeropuerto, vimos cómo los soldados comenzaban a emplazar baterías antiaéreas en los techos de los edificios principales y cavaban trincheras en el perímetro de los hangares. Las milicias obreras controlaban los puntos de entrada y no permitían el paso de los automóviles. Tuve que despedirme de mi familia en los jardines de la Escuela Politécnica, caminar casi un kilómetro arrastrando la maleta hasta la terminal y entrarla sin ayuda de los maleteros que también jugaban a la guerra disfrazados de soldados.
Una miliciana joven que revisó mi equipaje encontró el misal nacarado de mi madre y como tenía incrustaciones doradas me lo decomisó en nombre de la revolución y del pueblo, junto con las fotos y las cartas de Antonieta.
Atormentado por la pérdida de mis recuerdos y por los himnos revolucionarios que pasaban a todo volumen por los altavoces, entré al salón donde incomunicaban a los viajeros en aquella época y me derrumbé en uno de sus asientos en un estado de total invalidez y desconcierto hasta que anunciaron la salida del vuelo con destino a Madrid.
El avión de Iberia corrió por la reverberante pista dando tumbos hasta que, finalmente, despegó casi rozando los reflectores que habían instalado en los techos de la antigua fábrica de refrescos y del viejo cuartelito de Boyeros. Solo entonces respiré aliviado y sentí cómo el pavor de la víspera fue desapareciendo entre el vértigo del ascenso y la confusión de mis pensamientos.
Siempre recordé las últimas y diminutas palmas que alcancé a divisar sobre Matanzas y también el azul sereno de las aguas de Varadero que se fueron haciendo profundas mucho antes de que el Atlántico fuese una inmensa planicie bajo las nubes.
Una señora gruesa que viajaba a mi lado estuvo llorando de tristeza diez horas seguidas hasta que aterrizamos en el aeropuerto de Barajas. Fue allí donde descubrí, oculta en el ceceo de los funcionarios de inmigración, la inmensidad de la aventura en la que acababa de embarcarme.
Mientras yo me sentía perdido en Madrid y sin saber por donde comenzar a vivir, mis abuelos habían permanecido en la vieja casona cuidando los jardines, limpiando las pajareras, dándole de comer a los perros y pensando que pronto regresaríamos.
Con el tiempo los jardines se llenaron de hierba mala, los canarios se fueron muriendo en sus jaulas, los perros envejecieron de repente y nosotros no regresamos jamás. En el año que el hombre pisó la luna, se murió mi abuela Emilia; lo recuerdo bien porque ya vivíamos en Miami y yo miraba el alunizaje en la televisión cuando recibimos la llamada con la noticia. Le siguieron las tías solteronas que se habían quedado, Catalina, la mayor, Josefina, la enfermera y Elvirita, la menor.
A los pocos meses murió también mi abuelo Ricardo; alguien lo encontró una mañana tirado en el taller junto a su banco de carpintero, el martillo en su mano izquierda porque era zurdo y un puñado de puntillas fuertemente apresadas en las comisuras de sus labios. La muerte debió sorprenderlo en plena faena porque sobre el banco quedó balanceándose un silloncito de niño con el mimbre desprendido y en la mesa auxiliar una lata de cola endurecida. Ese mismo día la Revolución se apropió de la casa y la convirtió, algún tiempo después, en un Tribunal Revolucionario.
El miedo no me dejaba abrir el cofrecito. Quise salirme del sueño, pero ya para entonces no pude. En ese momento escuché el remoto doblar de unas campanas que yo sabía no podían ser otras que las de la Iglesia de los Padres Pasionistas llamando a misa mayor. Era la iglesia en la que se habían casado mis abuelos y mis padres y en la que nosotros habíamos hecho la primera comunión. La conocíamos desde mucho antes de visitarla por primera vez pues, cuando llovía, todos los muchachos solíamos mirar las viejas fotos del álbum familiar. La escalinata de la iglesia aparecía en todas las bodas y en todos los bautizos. Los novios se retrataban solos en el último rellano frente al portón principal y los niños bautizados eran cargados por sus padrinos en el primer escalón, de manera que siempre apareciese en todo su gótico esplendor el rosetón de la fachada central.
Cuando nos cansábamos de ver fotos de principios de siglo, nos sentábamos en el corredor grande que daba a la calle Heredia y mi abuela Emilia nos traía chocolate caliente y biscochitos de anís hechos por ella. Jugábamos a las cartas hasta que oscurecía y la noche se nos echaba encima con el olor a lluvia de la tarde y con la fragancia dulce de las gardenias del patio.
Las campanas seguían llamando a misa y yo pensaba en mi abuela. Recordaba nuestros paseos por entre las callejuelas de la Habana Vieja y cómo me había ido enseñando en cada uno de sus muros un pedacito de historia. Llegábamos al Muelle de Luz en un tranvía que salía desde el paradero de La Víbora y que bajando por toda la Calzada de Jesús del Monte rendía viaje en los embarcaderos de Regla y Casablanca.
Fue entonces que sentí su presencia; miré hacia el comedor y allí estaba ella con su vestido blanco de encajes, colocando unos candelabros sobre el aparador y sacando de un estuche de terciopelo malva los recordatorios de nuestros bautizos y comuniones, Debió haberme presentido pues se volteó y me sonrió. Yo sentí un miedo tremendo y pensé que era el momento de salirme de aquella pesadilla; solo que no sabía cómo hacerlo. Pensé que si esperaba los primeros resplandores del alba podría despertarme y todo volvería a ser como antes. Me vería otra vez en mi casa de Miami, con mi esposa y mis hijos, me daría una ducha y me iría al trabajo. La cotidianeidad de mi presente me pondría a salvo y todo sería un mal sueño.
Sí, eso haría: pero antes de despertarme debía abrir el cofrecito. Yo recordaba perfectamente aquella tarde en que al regresar de la escuela mi abuelo me lo había entregado; me dio también la llavecita que lo abría y me dijo: “Toma, para que nadie te robe tus sueños”. Yo no entendí lo que me quiso decir en aquel momento pero, sin embargo, lo usé para guardar mis cosas más valiosas: las espuelas, la armadura, el diapasón y la violeta.
Cuando nos fuimos del país no pude llevarme el cofrecito y se lo entregué a mi abuelo para que me lo guardara. Fui hasta el garaje para que nadie me viera.
-Abuelo- le dije- guárdame el cofre hasta que regrese.
Lo tomó en sus manos y me dijo:
-Aquí estará para cuando vuelvas.
Pero yo jamás regresé; no quise volver a una ciudad que había sido convertida en un laberinto de albañales desbordados y donde sus últimos habitantes parecían salidos de una espantosa Corte de los Milagros. Nunca quise regresar a una ciudad que había sido meticulosamente destruida para que no pudiésemos recuperarla nunca y que ya no era la ciudad cálida y acogedora de mi adolescencia sino una gigantesca favela en la que aparecieron marismas donde hubo ríos, desbordados marabuzales donde hubo fértiles sembradíos, sórdidos basureros donde hubo hermosas avenidas y donde la antigua nacionalidad cubana había sido sustituida por una nueva que parecía abismarse en remotas noches de terror y barbarie.
Los años pasaron, pero yo nunca me olvidé del cofrecito, Junto a su recuerdo quedaron agazapados, en algún sitio ignorado de mis pensamientos, los mejores días de mi vida. En Madrid permanecí cinco años esperando reunirme con mis padres y hermanos que ya habían viajado a Estados Unidos, nuestro destino final.
Una tarde, mientras caminaba por el Parque del Retiro, presentí que aquel momento no volvería a repetirse nunca y que todo aquello ya pertenecía al pasado. La vida de repente me pareció interminable y por la súbita alegría de vivir supe que mi visa había llegado a la embajada.
Cuando me presenté en el mostrador de Iberia estaba nevando como nunca había nevado en Madrid en muchos años y en el vestíbulo del aeropuerto de Barajas había un ambiente de fiesta que me resultó incomprensible. La empleada de la aerolínea me lo explicó mientras revisaba mi pasaje: “Pascuas nevadas; Pascuas sagradas”. Entonces me dirigí a la puerta de salida para tomar el avión con destino a Miami.
Las campanas de la Iglesia de los Padres Pasionistas continuaban doblando sin cesar, mi abuela seguía mirándome fijamente y yo permanecía inmóvil con el cofre entre las manos. Entonces fue que entró a la biblioteca y me habló. Su voz, reposada y profunda, tenía la tesitura que se le supone a la muerte.
-No tengas miedo -me dijo- , abre tu cofrecito.
Sin pensarlo dos veces le di una vuelta a la llave. El corazón me dio un vuelco: allí estaban las espuelas, la armadura, el diapasón y la violeta. Miré a mi abuela y le dije casi con alivio:
-Ahora sí puedo despertar.
Ella a su vez me miró con mucha lastima y me dijo:
-Esto no es un sueño, mi hijo. Es la muerte.
No le contesté, yo sabía que tenía que ser un sueño porque estaba en La Habana y yo había jurado no regresar. Entonces ella siguió hablando con una autoridad que parecía provenir de su permanencia en el más allá.
-Tú nunca pudiste irte, enloqueciste de tristeza en esta casona. Cuando los niños del barrio comenzaron a llamarte Francisco el loco, te encerraste aquí para siempre.
Yo seguía sin creer lo que escuchaba.
-¿Y mi casa de Miami, y mi esposa y mis hijos, y mi vida en Madrid y mis viajes por el mundo?
-Sueños, todos sueños-me dijo. Fuiste el último de nosotros en morir en esta casona.
Entonces me tomó de la mano y me acompañó por un camino de luz mientras me decía:
-Ven, te hemos estado esperando todo este tiempo.
Manuel C. Díaz es escritor y periodista.
Gracias!
Como diria Jose Marti : “Yo que vivo, aunque he muerto ” .
¡ADORÉ! ¡Qué triste y nostálgica belleza de relato!
Bellísimo, desgarrador. Gracias.
Que triste tu relato, es un sueño compartido de muchos cubanos!
Bellísimo relato! Para mi en especial que fui de esa barriada. Gracias por los lindos minutos, en los que me transporté en el tiempo por la magia de la lectura.
Que hermoso cuento. De repente me prendí de ese sueño nostalgico. Es el sueño de los que vivimos en la diáspora. De los que Jamas volvimos
Bello.
Muchas gracias