Cultura/Educación

La Carta

Marinerito. Obra de Ramón Unzueta

Por Zoé Valdés.

París, 11 de julio del 2012.

Querido Rami:

Esta no es La Carta que hubiera podido recibir Bette Davis de un tal William Wyler, y que le hiciera ganar su quinta nominación a los Oscar, después de haber obtenido dos estatuillas y haber sido nominada además en dos ocasiones anteriores a esta tercera que menciono. Sé que tampoco me reprocharás no estar ahora contigo, junto a tu familia, en este día tan importante para todos, como por el contrario sí le reprochaba La Loba a Wyler cuando en lugar de dirigirla, de explicarle lo que quería de su interpretación, quedaba en silencio, a la espera de que fuese ella quien soltara sus demonios; sabiendo claramente que sin esos demonios no hubiera habido jamás película. Esa era la clave: Ella tenía los demonios, él le permitía que ella los liberara.

Hoy, gracias a esos mismos demonios que ambos tenemos y que nos hemos permitido el uno al otro liberar siempre, tú más que nadie, he podido rememorar cada uno de los momentos que hemos vivido y creado juntos, tú pintando, yo escribiendo. Tú enseñándome fotos robadas de Bette Davis, yo robándolas para ti. Tú comentándome de que tuve un cierto parecido con Shirley McLaine, de muy joven, y yo revalorizando a Marilyn Monroe, incluso ahora, en la que acabo de ver la película My Week with Marilyn, que espero no te pierdas, y redescubriendo siempre a Marlene Dietrich, y padeciendo la belleza trágica de Joan Crawford junto a nuestra amada Ena.

Hemos vivido juntos tantas cosas amables, tantas complicidades, nos hemos sabido guardar tantos secretos, nos hemos reído tanto, y hemos hecho tantas maldades que los recuerdos no caben en un solo día. Este día en que cumples cincuenta años. Todavía no puedo creerlo, porque te veo siendo niño corriendo por el Boulevard San Rafael, hacia la escuela, siempre tarde, siempre ávido de que alguien te propusiera un desvío. Y ese alguien era yo, que te llevaba hasta mi casa en la calle Empedrado, recogíamos las trusas, y nos largábamos a nadar a Cojímar, cuidando de que no te achicharrara demasiado el sol para que Enaida Chávez, tu mamá, no descubriera que nos habíamos escapado, que habías faltado a clases. Entonces cierro los ojos, y puedo ver la calle Lealtad, y los gritos de Enaida desde el balcón: “¡Ramoncitooooo, ven a comeeeeer!” Y a tu padre fumando en el balcón, sonriente. Y a tu hermana y a mi, montadas cada una en unas bicicletas 28, yo detrás, rumbo al Malecón, cuando nadie se atrevía a montar bicicletas en aquella Habana todavía resistente y soleada reinando con la elegancia de sus muros.

Abro los ojos y al igual que Ondina León puedo ver buena parte de lo que has trabajado todos estos años colgado en mis paredes, y me pregunto cómo no te has desangrado por los dedos y por las pupilas, y cómo has logrado seguir viviendo y eternizando en tus sueños de pintor esa elegancia perdida de aquella ciudad arruinada; interpretando a sus mujeres, sus sombras, sus siluetas, sus rincones, con la delicadeza de tu pincel.

Te veo colgado de una ruta 22, tú de una puerta, yo de otra, yo en camino al Pedagógico y tú a la Escuela de Diseño. Nos recuerdo colgados también de una ruta 58, burlándonos de las caras hastiadas de la gente, de la vieja de la lengua afuera, del militar con el culo demasiado parado, apretado dentro de su ajustado uniforme; nos recuerdo colgados siempre de una pestaña de Bette Davis, de un lazo de Vivien Leight, de un crespo de Mae West. Colgados de la irrealidad, inmersos, sin embargo, en una grotesca realidad que nos ahogaba, que nos oprimía, y contra la que teníamos que luchar perennemente para poder dar rienda suelta a la imaginación y a un sentido poético de la existencia y de la persistencia.

Intercambiábamos los jeanes, los zapatones plataformas, los pulóveres a rayas; a ti con el pelo largo y negro y aquellos ojones verdes y grandes te confundían con una adolescente, y mí con mi pelo corto y aquel jean de varón, me corrían detrás como a un pandillero más del Parque Habana.

Soltábamos unas carcajadas en medio de la calle que erizaban a cualquiera, revirábamos los ojos, enseñábamos la lengua, jodones, tipo los Rolling Stones, quienes también hoy cumplen cincuenta años; y la gente huía de nosotros, cambiaban de acera, porque íbamos amarrados del brazo y nada ni nadie podía romper aquel nudo. Fingíamos que hablábamos en otro idioma, un idioma inventado por nosotros. Apurábamos el paso, corríamos desmelenados, o avanzábamos en cámara lenta, de pronto bailábamos un vals… ¿Recuerdas cuando una mujer con porte de comisaria política se acercó para preguntarme si yo estaba loca? Y le respondimos que sí. Y nos persiguió hasta el Bar Águila gritándonos improperios, y entonces nos escondimos en la Librería de Neptuno, que todavía tenía aire acondicionado. Allí compramos varios libros de la Colección Cocuyo, y un libro infantil para Enaidita, que cumplía año el 11 de julio, y que se titulaba La niña y una estrella, y que ella guardó hasta hace muy poco, en que me lo volvió a regalar por mi cumpleaños, con otra dedicatoria.

Recuerdo la noche en la que me llevaste un cuadro donde habías pintado a una de esas niñitas tuyas que pareciera que levitan, adornada con encajes y tiras carcomidas por las cucarachas del húmedo patio de la casa de tu abuela, también en la calle Lealtad: era como una especie de princesita de cara redonda devenida a menos. Y nos rencontramos en La Bodeguita del Medio, y me entregaste aquel dibujo que yo conservé hasta que se lo robaron a mi madre cuando me fui de Cuba.

Recuerdo también la alegría de mi madre, cuando nos oía secretear y fastidiar acodados al balcón de Empedrado, y preguntaba: “¿En qué andarán ustedes?”.

¿Recuerdas cuando nos poníamos los ojos de los personajes recortados en los periódicos, e intentábamos dirigirnos así a las empleadas del Tencent, que se acomplejaban ante aquellos dos retadores iluminados? ¿Y cuando mandábamos correos con la caca de los gatos dentro de cajas envueltas en papel de regalo?

En todos estos años nos han sucedido tantas cosas: nos separó el exilio y nos volvió a unir, volviéndonos entonces más amigos que nunca. Se nos han muerto María, Gloria y Ramón, tu abuela, mi madre y tu padre, y hemos estado para cada una de esas muertes. Y, nos nació la Luna, que tanto tú quieres y que tanto te quiere.

Mi hermano Gustavo te admira como el gran artista que eres, y te aprecia como a otro hermano que ha recibido a través de mí. Hemos visto en ti las posibilidades que ninguno vio antes, y lo demostraste, pintando para tu película aquellos personajes del que leímos de jóvenes, la Preciosa y el aire de Federico García Lorca. Por Lorca fuimos hasta Fuentevaqueros y a la Huerta de San Vicente. Con Lorca hemos renacido insistentemente.

Gracias, querido Rami, por todo lo que tu amistad y tu duende me han dado. Gracias por tu lorquiana visión del arte. Puedo afirmar que tuve y tengo una vida maravillosa a tu lado, porque fuimos y somos lorquianos, hollywoodianos (amantes del Hollywood dorado), habaneros y tardíamente europeos, pero sobre todo buenos amigos en todas las circunstancias. Ya volveremos a ver The Letter en París o en Tenerife, entre tanto lee esta otra carta que hago pública a la hora misma en que naciste cincuenta años atrás.

Zoé Valdés es escritora y artista. Fundadora y Directora General de ZoePost y Libertad de Prensa Found. Voz Fundadora Delegada del MRLM.

Ramón Unzueta, pintor cubano.(La Habana, 11 de julio 1962, Tenerife, 5 de octubre 2012).

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6 Comments

  1. Félix Antonio R G

    Eres muy grande mujer …

  2. Pingback: La Carta – – Zoé Valdés

  3. Manuel C Díaz

    Qué estupendo artículo!

  4. Isabel Marín

    Ojalá todos los amigos se intercambiaran regalos para enaltecer las almas.

  5. Mi agradecimiento por hacer de mi hermano el tuyo, no cabe en palabras.
    Y gracias también por escucharme y complacerme. Ya que la vida casi siempre se olvida de hacer justicia, tú puedes desde tu talento, tu abnegación y sacrificio. Sólo deben estar los que han sabido querer y enriquecer la amistad con amor y entrega. Gracias mi querida Vida.

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