Por Lucimey Lima Pérez.
Habíamos esperado cientos de años por la balsa, probablemente era un tiempo largo para los grandes, los pequeños no sabíamos qué era el tiempo. Ahora sé que se trata de algo que corría, pero también se detenía, y que implicaba modificaciones. Si se tratara de un año, pasaría esto o aquello, si fueran cinco sería aun más difícil o quizás más sencillo. Pero qué comprendían los pequeños. Y yo… No hables, no digas, no comentes, nos vamos, asiente, cede, y qué sé yo qué más. Era necesario el miedo, era imprescindible, el silencio se imponía frecuentemente. Pero alrededor, los cambios, las presiones, las reuniones para comentar, las preocupaciones y las tensiones inundaban cual bravío río desviado de su cauce.
Y a mí qué me interesaba lo que ellos decían, digo ellos, tal cual, no los míos, ni que yo hubiera sido tonta, ni que no tuviera criterio, ni que mi cráneo fuera un hueso vacío. Entender no es darle importancia a ciertos hechos, por más graves que estos sean, por más largos que puedan resultar. Entender es comprender al otro, y también al Otro, y así continuamos sin asimilar mucho. Y volvemos al tiempo. Que sí, que sí, categorías absurdas, chantajes mediocres para ganar adeptos, para lavar con detergentes increíblemente impropios las conexiones nerviosas de los centros cognitivos y afectivos, a mí qué me importaba, lo digo con todo respeto, aunque luzca desafiante, qué me importa. Pero me deshacía, mi casa, mi bicicleta, mis paisajes, mis gentes, mi idiosincrasia. Será que yo tenía alguna idea de la pertenencia, o de la pérdida de la pertenencia. Y los carros naranja y negro y los carros naranja y blanco, bueno eran “máquinas”, qué absurdo, yo era también una máquina…
El tiempo pasaba lentamente, yo oía música, iba a la escuela, compartía con mis amigos, jugaba, leía, iba a la iglesia. Sí a la iglesia, que se convirtió en Círculo Social, porque todos los otros sitios fueron intervenidos. “Para bien”… para baldear las cabezas, con champúes de colores fuertes, únicos, indelebles, y, por cierto, de muy mala calidad. Olían horriblemente ácidos, y nadie de mi familia, y mucho menos yo, consciente y emancipada, podía aceptar esos chorros de líquido impertinente y dirigido. Temibles…
Qué bueno tener abuelos, y que, modernamente, piensen chapados a sus épocas, qué bueno contar con mi abuela materna que hablaba sola, bueno, con la radio clandestina, y decía tantas y tantas cosas de las cuáles yo estaba pendiente. Una esponja, tal cual, una esponjita que absorbía críticamente a pesar de las limitaciones de la inexperiencia. Me preguntaba si me quería adoctrinar… pues no, drenaba su angustia, llenaba el espacio con su determinada estirpe, venía, o más bien forjó, su posición intelectual muy clara. Era su sentir, pero yo estaba de acuerdo y lo manifestaba con un ruidoso silencio que me quemaba las entrañas, quizás hasta el día de hoy. Sus criterios vislumbraban, parecían profecías. No puedo negar que era una mujer muy fuerte, avasallante, difícil el congeniar con ella. Pero categóricamente, mientras aun no pensaban en la balsa, emitía juicios de valor que eran muy ciertos. De éste o de aquel, de ayer, y de lo que vendría mañana. No todos pueden ver la oscuridad tras las luces. Ella me enseñó aun sin darse cuenta, porque su personalidad tenía aspectos indomablemente claros, ella me mostró sin yo recapacitar al respecto, claro, en aquel tiempo. Hasta el presente mantengo sus ideas vivas porque mi propio discernimiento a lo largo de la innegable historia las sustenta. Y a ella, cuánto la entiendo, porque las historias individuales y cada uno de los hechos que suceden en nuestro devenir nos modulan irremediablemente, en positivo y en negativo, en gracia y en pecado, en algarabía y en quietud.
Aquella noche particular cerca del radio había dicho que él era un cobarde, que casi cuando yo estaba naciendo (como si fuera un gerundio bien usado) él había cometido un hecho sanguinario y que vendrían más. Confieso que hubo muchas otras noches y días particulares, pues la información no para. Me molestaba mi abuela, porque me invadía mi cuarto, porque no dejaba de escuchar la radio, muy bajito, muy quedo, había razones para el escondite, pero su voz era estridente y su voluntad férrea. Tenía el conocimiento, sabía la historia, y yo sólo vivía el momento. Creo que desde ese preciso instante comencé a sentir lo que no he dejado de sentir, animadversión hacia la imposición, hacia la falta de libertad, hacia el engaño, hacia la falacia, hacia el fraude, hacia la violencia, hacia las medias tintas y hacia la mediocridad… Gracias, abuela, no supiste cuánto influiste en mí.
Mis otros abuelos, suaves, amables, quejumbrosos y absortos, pero tan amados, tan dadores de amor, tan donadores de abolengo emocional. Los he amado siempre por su sabiduría tierna, por su resoluta entrega y por su criterio claro y expedito contra la falta de libertad.
Llegaron los tiempos. Hubo un acontecimiento terrible, yo no podía soportarlo. Hubo una invasión fraguada, y mi padre, mi sol, mi vida, mi norte, mi fuerza, mi ejemplo, que Freud lo explique, yo no soy quien… padeció los embates de la injusticia… preso… cerca del paredón… Su olor, su tono de voz, mi madre y su dolor, sus zapatos de cuero tejido, Santa Clara, NO, no era posible resistirlo. Papá, estás aun ahí, por favor, no te vayas nunca… Y lo decisivo… Volvió a casa.
Luego de esa catástrofe, cuántas balsas fueron adquiriendo. Unas eran rosadas y se dirigían a un país, tenían muchos adornos, colores brillantes, sombreros, flores y cantos. Era la panacea. Qué maravillosamente bueno ese país que ofrecía balsas tan hermosas. Así pensaron largo rato, tiempo, eso que los niños no sabemos evaluar con precisión. Esas balsas tan lindas tenían unos agujeros horribles. Como si fueran coladores de huecos muy grandes, donde cabían hasta los niños.
No había que perder la esperanza, habría otras balsas. Y aparecieron, claro que no eran baratas, costaban muchos sentimientos, muchas lágrimas, muchos dolores, y algún dinero. Estas parecían globos voladores, tenían enjambres de hilos con distintas texturas. Y comenzó el doloroso proceso de montarse en la balsa con mucha felicidad. Eran pequeñitas, pues no iban lejos. Todo estaba listo y el tiempo se detenía para continuar. Pero, como suelen ser muchas negociaciones en este mundo, a veces caben unos y a veces caben otros. El no montarse se pagó con lingotes de esperanza frustrada, pero no perdida.
Para qué cansar con tantas indistintas balsas. Las ilusiones latían, se escuchaban planes incomprensibles y se vivían situaciones que parecían circenses, porque muchas veces, hasta los niños, eran todos payasos. Así surgieron un par de balsas más, cada una más preciosa que la otra, cada una ya presta a cargar con los bultos que constituíamos cada miembro de la familia. También éstas se hundieron en el intento de realizar la travesía, antes de ni siquiera verlas, ni mucho menos tocarlas. Eran efímeras. Y los niños no comprendían que el tiempo corría y que lo que se evapora se va y como se aleja produce incertidumbre, y esto conlleva a la pesadumbre, a la preocupación, y a la duda de no poder realizar el paseo y tener que quedarse en casa. Esa casa que ya no era de nadie sino de alguien más, y dentro de la cual nada de lo nuestro nos pertenecía. Los adultos gestionaban, husmeaban en cada rincón, reían algunas veces, y lagrimeaban en las esquinas. Nunca fue fácil para ellos.
Pareció increíble que surgiera finalmente una balsa gigantesca, yo creo que era como el Arca de Noé, pero no permitían el abordaje de animales. Hubo regocijo total, sí, completo y que absorbía a todos. Y, aunque parezca incierto, esto se acompañó de uno de los más inmensos desgarros que cualquier viajero pueda vivir. Era como si a todos nos metieran en un envase pulverizador y que una fuerza poderosa, pero deseada, apretara el mágico y doloroso botón para propulsarnos a todos al espacio sideral. No existe peor traición que el abandono, aunque se sustente en la base de los racionamientos más expeditos y más imperecederos.
Pues nos montamos en la balsa, y la balsa volaba, como todas las anteriores ofrecidas, y atravesó el Atlántico y qué triste… yo no quería, no he podido olvidar el sombrero de paño de mi abuelo moviéndose en el aire. Porque había un abuelo y una abuela, entrañablemente queridos. No quería los abrigos, no quería ver a los curas mandando a los niños solos ir por ahí o por acá, no quería que le preguntaran tantas cosas a mis padres, ni a mí. Quería mis juguetes, mis libritos, mi música, mi cama, mi casa, mis tíos, mis primos, mis abuelos, sobretodo mis patines y mi bicicleta. Nunca sabré quién disfrutó de tan preciados tesoros, pero, sinceramente, me alegra que los usaran. Y de ahí en adelante el tiempo se convirtió en un aliado, creo que empecé a comprender qué significaba: se trataba de una medida superior en inmensa cuantía al espacio, pero nunca a la persona. Más allá de cada detalle y de lo global, mucho más fuerte que el tiempo que minimizaba las distancias, eran los seres que les temblaban las piernas, que les latía el corazón con ansia, que podían mirar el futuro con una inflamatoria esperanza.
He estado en muchas balsas más, por muchos tiempos distintos, largos, medios, cortos, sin relevancia en cuanto a lejanías físicas, pero sí de los humanos míos y los no propios. Ninguna de las balsas que he abordado nuevamente ha sido tan decorada ni tan endeble, y mucho menos tan incierta, como aquellas que esperábamos, o como en la que tuve la suerte de no montarme sola, sino con esa institución que llaman familia y que nos sustenta cuando no damos pasos largos y que sustentamos cuando ya damos esos tremendos pasos.
No podría soportar una balsa más como aquellas que ofrecían, no sería capaz de volar en una balsa que no me dejara regresar a mi lugar de origen. Y así es, existe el Adiós.
Lucimey Lima Pérez es Psiquiatra, Psicoterapeuta, Máster y PhD en Neuroquímica.
Pingback: La balsa donde estuve… – – Zoé Valdés
Me vi en esa balsa, de manera diferente e inocente, pero me vi. Hermoso relato de una despedida triste.