Por Armando de Armas.
Guillermo Cabrera Infante narra en su ameno libro Vidas para leerlas, Alfaguara, Madrid, 1998, una leyenda que corre en el exilio cubano.
La leyenda referida por el Premio Cervantes de las Letras de 1997, tuvo su origen en una tasca en el viejo Madrid, una tarde de noviembre de 1976, en que dos hombres de edad media conversan sentados a una mesa.
Uno de ellos es un negro imponente que podría ser el modelo de Otelo, el otro hombre es blanco, bajo, con ojos saltones que parecen verlo todo, asegura el aeda Infante, y apunta que los dos son cubanos, exilados los dos, y han estado conversando más alto que los madrileños que los rodean, que ya es mucho decir, y que uno de los dos cubanos fue periodista poderoso, jefe de redacción pero en realidad director del Diario de la Marina, uno de los periódicos más prestigiosos y antiguos del continente americano, y que el otro hombre es escritor, sobreviviente de profesión y viajero sin brújula, y los presenta, de derecha a izquierda, Gastón Baquero y Enrique Labrador Ruiz que charlan vida abajo. Agrega entonces el aeda de Así en la paz como en la guerra, 1960, que cuando se hace un claro en la espesura de la conversación, se oye el aplauso cerrado de la tasca toda, pues los madrileños, que saben de diálogos, reconocieron a los dos forasteros como maestros de la conversación. Baquero es el primer poeta de Cuba, Labrador era un novelista famoso en toda Sudamérica; concluye Cabrera Infante.
Acierta Cabrera Infante al definir a José Gastón Eduardo Baquero Díaz, 1914-1997, como periodista poderoso en el pasado republicano, pero, se queda corto, pues el poeta fue no sólo un periodista poderoso sino un hombre poderoso en todos los órdenes, incluyendo el político, y llega al cargo de senador en el Consejo Consultivo creado por Fulgencio Batista y Zaldivar después del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, por lo que se le acusó, luego en el exilio, de batistiano, acusación a la que, narra la leyenda negra, el buen Baquero solía responder: ¡batistiano y qué, batistiano sí, pero no fidelista! Así, el Tribunal Revolucionario de Sanciones de Cuba dictaminó en 1960 su expulsión del Colegio Nacional de Periodistas, por su colaboración con la dictadura batistiana. Paradoja: Una tiranía, sus sumisos servidores, expulsa a un periodista por colaborar con una dictadura; y no un periodista cualquiera, sino uno grande, entre los más grandes de esa isla en todos los tiempos. Más paradoja: Luego en el exilio a los ex fidelistas no se les ocurre otra cosa que acusar al periodista, poeta y ensayista de batistiano. Ambas paradojas, en verdad una y la misma, pertenecen a la índole de acusación que los guajiros cubanos, tan sabios, suelen describir como una en que el aura tiñosa llama cabeza pelada al guanajo.
Y es que el también candidato al Premio Príncipe de Asturias de las Letras, 1998, y finalista del Premio Nacional de Literatura de España, en 1992, considerado una de las figuras más relevantes no ya de la poesía cubana, sino iberoamericana, vio en la derrota de Batista en 1959, como el intelectual italo-cubano Orestes Ferrara, otro grande, no la esperanza de una era de derecho y desarrollo bajo el auspicioso restablecimiento de la Constitución de 1940, como muchas lumbreras creían, sino el fin mismo de la República; pues Baquero, como Ferrara, percibía, sin ser propiamente un batistiano, que el sargento devenido general, dadas las deterioradas circunstancias nacionales, hubiese representado el pacto con la sombra ante el advenimiento del restallante, y repulsivo, mediodía en punto, que el hombre fuerte, con sus errores y sus horrores, sería no la solución pero sí un valladar momentáneo, mal necesario, frente a la avalancha de la demagogia desbordada en delincuencia organizada, disfrazada de pueblo enérgico y viril que llora y que, ¡ay!, sostiene por medio siglo a la modernidad concentracionaria; y, también como Ferrara, opinaba Baquero que los problemas sin solución para la isla comenzaron no con la presidencia de Gerardo Machado, sino, contrario a lo que el común cree, con la revolución de 1933 que lo derrota y exilia, por lo que en entrevista con la escritora Nedda G. de Anhalt, para el libro Dile que pienso en ella, el poeta dice: “La Universidad de La Habana era una de las mejores de América. Se eclipsó con la caída de Machado (…) A Cuba se le rompió la columna vertebral con esa caída y nunca más pudo marchar el país”. Ferrara de ancestros greco-latinos, Baquero de ancestros africanos, ambos seres occidentales, pragmáticos como eran, renacentistas en suma, habrían sabido encontrar el equilibrio indispensable entre bien y mal, entre los principios y la práctica, entre la luz y las tinieblas.
Hasta hace un tiempo los más acuciosos estudios aseguraban que Baquero había nacido en Banes, cosa que aseguraba además el mismo poeta, pero por primera vez, en el año 2000, aparece en Cuba una antología de Gastón (muestra de lo que el escritor cubano Luis de la Paz ha dado en llamar como la necrocultura, es decir, rescate parcial y restringido al ámbito académico del legado de autores anticastristas que, estando muertos y sin divulgación para el gran público, no serían ya un peligro para el régimen), con selección, prólogo, notas y compilación del apéndice del poeta Efraín Rodríguez Santana,1953, quien además de mostrar el universo lírico del escritor desde sus primeros versos escritos en Banes hasta los últimos producidos en Madrid, expone la certificación de nacimiento del poeta donde queda plasmado que no sería natural de Banes, como se pensaba, sino que era natural de La Habana .
Por lo que parece que Baquero nace en la capital, en mayo de 1914, y se muda con la familia a los cuatro años de edad al poblado oriental de Banes, para en la adolescencia regresar a vivir nuevamente a La Habana.
Baquero, muerto en Madrid en mayo de 1997, tuvo como Lino Novás Calvo, Carlos Montenegro, Enrique Serpa y Enrique Labrador Ruiz, unos oscuros orígenes en los márgenes sociales, y, también como ellos, supo levantarse a punta de talento, pero también de coraje, para un día arribar a la cima y desde allí alumbrar, aprovechando óptimamente, hay que repetir, la movilidad y porosidad imperantes en la sociedad isleña, movilidad y porosidad que permitirían el milagro económico de los cubanos en la breve República; breve y brillante como un fuego fatuo que cruza el firmamento.
Pobre y todo, Baquero matricula en la Universidad de La Habana y se gradúa como ingeniero agrónomo y químico azucarero, pero, ejerce poco la profesión, pues la deja para dedicarse por entero a la literatura y al periodismo, en los que había incursionado al tiempo que estudiaba. En 1942 publica su primer libro, Poemas, que rápidamente le gana el reconocimiento de público y crítica, donde destacan títulos como Saúl sobre la espada y Testamento de un pez, y que, por otro lado, le otorga pasaporte poético para, junto a José Lezama Lima, Eliseo Diego, Virgilio Piñera, Cintio Vitier, Fina García Marruz y Lorenzo García Vega, integrar el mítico grupo Orígenes. Por cierto que Baquero niega, como se ha pretendido, que Orígenes fuera propiamente una generación, y en la misma entrevista con Nedda G. de Anhalt, asegura que lo de generación es sólo una idea, un capricho, porque entre los miembros de Orígenes lo único que había como afinidad eran unas lecturas compartidas y que, por lo demás, no hay ningún parentesco íntimo, ritual, de doctrina ni de credo filosófico…
Baquero plasma su ideario filosófico, religioso, estilístico, poético y político en los ensayos La poesía como problema, La poesía como reconstrucción de los dioses y del mundo y La poesía de cada tiempo, mientras su estética se plasma en los estudios sobre poetas como Juan Ramón Jiménez, T. S. Eliot, Luis Cernuda, Saint-John Perse, César Vallejo, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Rubén Darío. En tanto periodista, Baquero se inicia en 1944 en el rotativo Información y, posteriormente, en El Mundo y en Diario de la Marina, en el cual se desempeñó como redactor jefe y comentarista cultural a través de dos secciones fijas Panorama y Aguja de marear, y debido a sus sesudos ensayos periodísticos, y sus editoriales, se alza entre los más relevantes comunicadores cubanos de cualquier época, llegando a ser vocal de la Asociación de la Prensa y obteniendo las más importantes distinciones nacionales de periodismo, entre ellas el Premio Justo de Lara y el Primer Premio Juan Gualberto Gómez, en la categoría de artículo o crónica.
El poeta formó parte de y escribió para las más significativas publicaciones literarias de su tiempo, así, fue fundador de Clavileño, y publicó en Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes, además de hacerlo en revistas como Social, Baraguá, Grafos, Revista Cubana, Orbe, Poeta y América y, por si fuera poco, tradujo obras de poetas europeos y norteamericanos como T. S. Eliot, George Santayana, Paul Eluard e Hilda Aldington, y fue miembro correspondiente de la Academia Nacional de Artes y Letras.
Al exiliarse en España Baquero fue bien recibido por el gobierno de Francisco Franco Bahamonde, donde laboró en el Instituto de Cooperación Iberoamericana, impartió cursos de Historia y Literatura Latinoamericanas en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, y en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, y trabajó además durante décadas en la emisora Radio Exterior de España.
En su etapa de exiliado publica Poemas escritos en España, 1960, Memorial de un testigo, 1966, Magias e invenciones, 1984, Poemas invisibles,1991, y Autoantología comentada, 1992, y, por otro lado, aparece en numerosas antologías y su obra, poética y ensayística, es recogida en los volúmenes Poesía y Ensayo, y salen a la luz sus libros Escritores hispanoamericanos de hoy, 1961, La evolución del marxismo en Hispanoamérica, 1966, Darío, Cernuda y otros temas poéticos, 1969, Indios, blancos y negros en el caldero de América, 1991, Acercamiento a Dulce María Loynaz, 1993, y La fuente inagotable, 1995. Como periodista escribe para la revista Mundo Hispánico y en los periódicos Ya, ABC, La Vanguardia y El País.
Pero, ese hombre que sería el orgullo de cualquier país en el mundo, y tanto que España le recibe como a un hijo prominente, fue metódica y sistemáticamente borrado de la historia de las letras cubanas por los censores al servicio de los comisarios culturales, como le ocurrió a Orestes Ferrara, Carlos Montenegro, Lino Novás Calvo, Lydia Cabrera, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, y a tantos otros que no comulgaron con el comunismo, o que comulgaron y después disintieron, al punto que Monseñor Carlos Manuel de Céspedes García Menocal, escribe desde La Habana en la revista católica Palabra Nueva: “Para escribir acerca de Gastón Baquero, en La Habana, en el año 2010 se hace necesaria una nota introductoria, a modo de presentación. Solamente las personas muy estudiosas del periodismo en nuestro país, de la literatura cubana, o los ancianos como yo, somos capaces hoy de identificar a Gastón”. Por supuesto, lo que no dice el Monseñor es que ese desconocimiento del más importante poeta del país en el pasado siglo no es obra de la casualidad, ni mucho menos, sino del odio especial que despertó entre los ignaros capitostes de la revolución castrista, empezando por el argentino Ernesto Che Guevara que, en 1959, le endilgó a Baquero el título de vocero de la reacción. Odio especial porque siendo negro y de origen humilde esperaban, con ese racismo al revés de los revolucionarios, que fuera comunista o, del lobo un pelo, que fuese cuando menos socialdemócrata, pero no, Baquero desmentía el dogma, nada de progre, pobre sí, pero progre no, sino que era de derechas y proclamaba, sin complejos como ha de ser, su visceral, y por visceral no menos racional, anticomunismo.
El poeta tenía una visión de la raza despojada del buenismo tontorrón y al uso tan en boga al presente entre la izquierda festiva, así en su preclaro texto El negro en Cuba, Madrid, 1974, escribe que dondequiera “que estén conviviendo dos razas, dos religiones, dos idiomas, dos culturas, dos niveles económicos distintos, hay segregación, hay discriminación, hay lucha de razas, y una de ellas tiende instintivamente a dominar a la otra para dejarla al margen de las posibilidades de bienestar, de acceso al poder, y de aseguramiento del porvenir.
Desconocer esto es desconocer la historia pasada y presente de la humanidad.
Dicho de una manera simbólica, desconocer la lucha perpetua de unos hombres contra otros por apoderarse del mando y de la riqueza, es desconocer la trágica supervivencia del episodio bíblico de Caín y Abel.
Entre los hombres de una misma raza, de una misma religión, de una misma cultura, de una misma capacidad económica, se reproduce también todos los días, en grande o en pequeño, cruenta o inocuamente, la tragedia de Caín y Abel.
La presencia de otro, distinto, extraño, desvía momentáneamente el instinto de agresión, trasladándolo del igual al diferente.
Si hay señales, diferencias visibles, pruebas de que no se pertenece al clan dominante, la lucha es más fácil, más justificada por parte de los beneficiarios, los agresores, y más sufrida por parte de las víctimas. Cuando los blancos –o los católicos, o los negros, o los protestantes, o los ricos, o los pobres- se quedan solos, acaban siempre mordiéndose, despedazándose entre sí para alzarse cada cual con la presa si es posible. Pero si quien se acerca al banquete, si quien pretende participar o está participando, es distinto, diferente -negro, judío, extranjero, de otra religión, de otro partido político, pobre, etc.-, todos los otros se unen (provisionalmente) para acabar con el intruso.
Esta es todavía la ciega ley de la vida, el instinto zoológico de conservación. Esto es así, en todas partes, porque el ser humano se encuentra aún en los albores, en los balbuceos, y muy débiles, muy tenues aún, de la condición humana. El hombre sigue siendo una fiera. Está saliendo apenas de la animalidad, de la reacción desnudamente zoológica, instintiva, brutal, ante los obstáculos del mundo.
En esa cosa primitiva que es aún el mundo de los hombres (probablemente nuestra especie es, en el universo, la menos inteligente, la menos desarrollada, la menos racional de cuantas pueblan los mundos), no cabe pretender que actuemos como seguramente actuará el hombre dentro de diez siglos.
Lo humano del hombre está comenzando, es una lenta insipiencia, un tímido y minúsculo indicio de lo que llegará el hombre, el instinto impera sobre la razón (…) En tanto no se alcance esta superación del sub-humano o pre-humano actual, es absurdo, es pueril, hablar de que amamos al prójimo, y de que en una ciudad fundada por blancos, los negros (o amarillos, o los rojizos) pueden vivir sin problemas, de igual a igual.
Tampoco puede existir para los blancos en una sociedad fundada por negros. Eso no existe todavía, no ha existido jamás bajo la bóveda celeste”.
De modo que Baquero apunta “que toda la historia de Cuba, desde el siglo XVI hasta nuestros días, se explica en función del problema negro, en razón de la presencia cuantiosa, predominante en ocasiones, pero intensamente repudiada, del negro en Cuba.
¿Por qué ese país, con su siglo de oro en la primera mitad del siglo XIX, con su indiscutible superioridad intelectual y económica sobre casi todos los otros países americanos, no fue independiente sino setenta años después que el resto de América? ¿Por qué fue posible que los comunistas llegaran a apoderarse de un país rico, sin grandes conflictos laborales, sin conflictos agrarios sin inclinación ninguna a vivir bajo un régimen totalitario? ¿Por qué se produjo el Tratado de París?
¿Por qué la Enmienda Platt? ¿Por qué la base de Guantánamo? ¡Por miedo al negro!”
Y más adelante agrega que dicho “así, de golpe, parece una atrocidad y una descomunal falsedad. Y lo parece, sobre todo, porque el cubano blanco no podrá creerlo jamás, no lo ha pensado nunca, ni, en el fondo, puede creerlo. Necesita no creerlo. Pero el comunista sabe que si él está en el Poder es porque Batista no quiso ser un soldado mulato, sino un caballero blanco, y porque la aristocracia cubana, la élite económica, blanca, naturalmente, quería a toda costa salir de Batista, y no por razones políticas, ni ideológicas, ni morales, ni filosóficas.
Esa aristocracia veía en Batista a un negro; lo vio desde el 4 de septiembre, y pese a que el propio Batista sentía esa actitud de los blancos hacía él como una afrenta, como una injusticia y como una calumnia.”
Con lo que el poeta ve la apuesta suicida de la sociedad cubana a favor de Fidel Castro, frente a Fulgencio Batista, por un problema no sólo de racismo sino también de clasismo. Que Castro fuera comunista y de clase pudiente sería un problema menor respecto a que Batista fuera negro y pobre. En nuestro proceder, la penitencia, parece decirnos el poeta.
Por ello quizá hacían bien los unos y los otros en temerle al poeta, no como poeta, pero sí como poeta que deviene en activista que llama a la conciencia de la nación cubana en el exilio. En 1978, en prólogo al libro Rafael Díaz-Balart. Pensamiento y acción. Apuntes para una biografía, del escritor Francisco Lorié Bertot, Baquero escribió: “¿Dónde está el triunfo nuestro si ni siquiera hemos conseguido convertirnos en un grupo de presión que fuerce a la tiranía comunista a reducir su crueldad y su desprecio de los derechos humanos? Somos un exilio de triunfadores, dicen; pero los rusos y los castristas han llevado al Sr. Carter y al Papa a la convicción de que Chile, Argentina y Brasil son los obstáculos con que tropieza en América los derechos humanos, y hay todavía demasiada gente en el mundo libre que habla del castrocomunismo como de una revolución democrática y libertadora, que ha dado al pueblo de Cuba todo lo que no tenía”. Para, más adelante agregar respecto a la demagogia populista en contra de la política, esa demagogia que no sólo devoró la democracia en Cuba hace más de medio siglo, sino que devora al presente la democracia en los más importantes países de Occidente: “Esa fobia al político fue siempre un mal, pero en nuestros tiempos es una de las formas más directas y fulminantes que maneja la oligarquía, la burguesía alta y mediana de cada país para suicidarse. No entienden que cuando el político se queda inactivo, el vacío que él deja lo ocupan los terroristas, los constructores del paredón, los ciegos destructores de cuanto existe. Nicolás Lenin, una vez en el poder, no antes, por supuesto, preguntaba: ¿Política para qué, elecciones para qué, libertad para qué? Los repetidores de las consignas totalitarias del leninismo preguntaron también en Cuba, desde los primeros años del 59 –antes no, por supuesto- ¿para qué los políticos, para qué las elecciones, para qué la libertad? Porque Lenin sabía que político es sinónimo de derechos para el hombre en libertad de elegir sus gobernantes y de elegir el sistema que considere mejor. Donde no hay política y políticos, hay tiranía y esclavitud”. Tenían que borrarlo, Baquero no podía existir, como no puede existir nada que contravenga el dogma de los marxistas en el poder en un país dado; el dogma proclama: todos los poetas, los buenos poetas, son de izquierda, son de izquierda o no son; luego es lícito que esos poetas, renegados que contradicen el dogma, sean desterrados, encarcelados o matados; borrados en suma. La realidad se adapta al dogma, no el dogma a la realidad; esa perversa contrarrevolucionaria. La Habana también contravenía el dogma, por pecadora, próspera, cosmopolita, culta y luminiscente, por eso Guevara y Castro, y el resto de alunados alumnos leninistas, la odiaron al punto de procurar derrotarla, derruirla, desaparecerla en suma, pero no pudieron, ni podrán con La Habana, como no pudieron, ni podrán con Gastón Baquero. Malas noticias para Guevara y Castro, y el resto de alunados alumnos leninistas, pues Baquero se nos ha hecho inmortal, devenido dios, y para colmo, inmortaliza, diviniza a La Habana con su Testamento del pez; no crean, pero lean, y quizás estaremos de acuerdo:
Yo te amo, ciudad,
aunque sólo escucho de ti el lejano rumor,
aunque soy en tu olvido una isla invisible,
porque resuenas y tiemblas y me olvidas,
yo te amo, ciudad.
Yo te amo, ciudad,
cuando la lluvia nace súbita en tu cabeza
amenazando disolverte el rostro numeroso,
cuando hasta el silente cristal en que resido
las estrellas arrojan su esperanza,
cuando sé que padeces,
cuando tu risa espectral se deshace en mis oídos,
cuando mi piel te arde en la memoria,
cuando recuerdas, niegas, resucitas, pereces,
yo te amo, ciudad.
Yo te amo, ciudad,
cuando desciendes lívida y extática
en el sepulcro breve de la noche,
cuando alzas los párpados fugaces
ante el fervor castísimo,
cuando dejas que el sol se precipite
como un río de abejas silenciosas,
como un rostro inocente de manzana,
como un niño que dice acepto y pone su mejilla.
Yo te amo, ciudad,
porque te veo lejos de la muerte,
porque la muerte pasa y tú la miras
con tus ojos de pez, con tu radiante
rostro de un pez que se presiente libre;
porque la muerte llega y tú la sientes
cómo mueve sus manos invisibles,
cómo arrebata y pide, cómo muerde
y tú la miras, la oyes sin moverte, la desdeñas,
vistes la muerte de ropajes pétreos,
la vistes de ciudad, la desfiguras
dándole el rostro múltiple que tienes,
vistiéndola de iglesia, de plaza o cementerio,
haciéndola quedarse inmóvil bajo el río,
haciéndola sentirse un puente milenario,
volviéndola de piedra, volviéndola de noche
volviéndola ciudad enamorada, y la desdeñas,
la vences, la reclinas,
como si fuese un perro disecado,
o el bastón de un difunto,
o las palabras muertas de un difunto.
Yo te amo, ciudad
porque la muerte nunca te abandona,
porque te sigue el perro de la muerte
y te dejas lamer desde los pies al rostro,
porque la muerte es quien te hace el sueño,
te inventa lo nocturno en sus entrañas,
hace callar los ruidos fingiendo que dormitas,
y tú la ves crecer en tus entrañas,
pasearse en tus jardines con sus ojos color de amapola,
con su boca amorosa, su luz de estrella en los labios,
la escuchas cómo roe y cómo lame,
cómo de pronto te arrebata un hijo,
te arrebata una flor, te destruye un jardín,
y te golpea los ojos y la miras
sacando tu sonrisa indiferente,
dejándola que sueñe con su imperio,
soñándose tu nombre y tu destino.
Pero eres tú, ciudad, color del mundo,
tú eres quien haces que la muerte exista;
la muerte está en tus manos prisionera,
es tus casas de piedra, es tus calles, tu cielo.
Yo soy un pez, un eco de la muerte,
en mi cuerpo la muerte se aproxima
hacia los seres tiernos resonando,
y ahora la siento en mí incorporada,
ante tus ojos, ante tu olvido, ciudad, estoy muriendo,
me estoy volviendo un pez de forma indestructible,
me estoy quedando a solas con mi alma,
siento cómo la muerte me mira fijamente,
cómo ha iniciado un viaje extraño por mi alma,
cómo habita mi estancia más callada,
mientras descansas, ciudad, mientras olvidas.
Yo no quiero morir, ciudad, yo soy tu sombra,
yo soy quien vela el trazo de tu sueño,
quien conduce la luz hasta tus puertas,
quien vela tu dormir, quien te despierta;
yo soy un pez, he sido niño y nube,
por tus calles, ciudad, yo fui geranio,
bajo algún cielo fui la dulce lluvia,
luego la nieve pura, limpia lana, sonrisa de mujer,
sombrero, fruta, estrépito, silencio,
la aurora, lo nocturno, lo imposible,
el fruto que madura, el brillo de una espada,
yo soy un pez, ángel he sido,
cielo, paraíso, escala, estruendo,
el salterio, la flauta, la guitarra,
la carne, el esqueleto, la esperanza,
el tambor y la tumba.
Yo te amo, ciudad,
cuando persistes,
cuando la muerte tiene que sentarse
como un gigante ebrio a contemplarte,
porque alzas sin paz en cada instante
todo lo que destruye con sus ojos,
porque si un niño muere lo eternizas,
si un ruiseñor perece tú resuenas,
y siempre estás, ciudad, ensimismada,
creándote la eterna semejanza,
desdeñando la muerte,
cortándole el aliento con tu risa,
poniéndola de espalda contra un muro,
inventándote el mar, los cielos, los sonidos,
oponiendo a la muerte tu estructura
de impalpable tejido y de esperanza.
Quisiera ser mañana entre tus calles
una sombra cualquiera, un objeto, una estrella,
navegarte la dura superficie dejando el mar,
dejarlo con su espejo de formas moribundas,
donde nada recuerda tu existencia,
y perderme hacia ti, ciudad amada,
quedándome en tus manos recogido,
eterno pez, ojos eternos,
sintiéndote pasar por mi mirada
y perderme algún día dándome en nube y llanto,
contemplando, ciudad, desde tu cielo único y humilde
tu sombra gigantesca laborando,
en sueño y en vigilia,
en otoño, en invierno,
en medio de la verde primavera,
en la extensión radiante del verano,
en la patria sonora de los frutos,
en las luces del sol, en las sombras viajeras por los muros,
laborando febril contra la muerte,
venciéndola, ciudad, renaciendo, ciudad, en cada instante,
en tus peces de oro, tus hijos, tus estrellas.
Armando de Armas: Escritor cubano exiliado, autor en los géneros de periodismo investigativo, ensayo, narraciones y novelas. Entre sus libros destacan La tabla, una abarcadora novela sobre la sociedad isleña, y Los naipes en el espejo, un ensayo sobre la historia de los partidos políticos estadounidenses que augura además el triunfo electoral de Donald Trump en 2016 y un profundo cambio de época en el mundo occidental. Editor Educación/Cultura ZoePost.
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