Medias

Eurovisión 2025: ¿Demasiada alma para tan pocos votos? El caso de «Maman»

Por Carlos Manuel Estefanía Aulet.

 

 Je vais mieux, je sais où je vais 
J’ai arrêté d’compter les années
 Et si j’ai voulu arrêter le temps
 Maintenant, c’est moi qu’elle appelle « maman »  

Fragmento de “Maman”, texto de la canción que representó a Francia en Eurovisión 2025.

La noche del 17 de mayo de 2025 en la St. Jakobshalle de Basilea concluyó con la proclamación de Austria como ganadora de la edición número 69 del Festival de Eurovisión. JJ y su balada «Wasted Love» se impusieron con 412 puntos, una victoria correcta si nos ceñimos a la letra fría del reglamento, pero que, para muchos, supo más a trámite que a acontecimiento. Celebraciones hubo, sí —las hay siempre—, pero faltó ese estallido de júbilo colectivo, ese consenso emocional que hace de una canción no solo una ganadora, sino un símbolo. La edición de 2025, en cambio, nos deja la sensación de haber presenciado un espectáculo técnicamente irreprochable, pero espiritualmente descafeinado.

Austria: El triunfo de lo correcto, no de lo memorable

«Wasted Love» fue, en efecto, una propuesta solvente. Una interpretación cuidada, una escenografía elegante sin excesos y una estructura musical que recordaba a producciones anglosajonas de calidad, aunque sin alma propia. El ascenso de Austria durante la votación fue progresivo, casi burocrático, como si sumara méritos académicos más que corazones. Una victoria sin épica ni riesgo, carente de esa ráfaga de emoción que justifica la existencia misma del festival. Una canción que —paradójicamente— parecía escrita para ganar sin molestar, sin conmover, sin dejar cicatriz.

Israel: Un segundo lugar tan inexplicable como olvidable

Más desconcertante aún fue el segundo puesto de Israel con «New Day Will Rise», interpretada por Yuval Raphael. Una canción predecible en su construcción, con un estribillo genérico y una puesta en escena más ruidosa que significativa. Lo que desconcertó no fue su presencia en la final, sino su meteórico ascenso en el televoto, que la catapultó por encima de propuestas claramente superiores en contenido, emoción o estética. La energía del número israelí no logró disfrazar la pobreza creativa de su núcleo. Si bien una parte del público votó con entusiasmo, muchos se preguntan hoy cómo una propuesta tan hueca logró tan alta puntuación. Tal vez fue un voto impulsivo, hijo del momento, pero lo más probable es que «New Day Will Rise» quede sepultada en el olvido, como tantas canciones que alcanzan la cima sin tocar el alma. Subió inexplicablemente alto, y con la misma rapidez con que escaló, será olvidada.

Italia y Estonia: entre la burla y el absurdo

Italia, con Lucio Corsi y su extraña «Volevo Essere Un Duro», alcanzó el quinto lugar. Una canción cuya ironía implícita fue, por decirlo de manera amable, mal ejecutada. La imagen de dureza que el título sugiere contrastaba grotescamente con la interpretación andrógina y un personaje escénico que no sabía si reírse de sí mismo o del festival. La presentadora sueca lo presentó como “un hombre suave” en tono elogioso, pero muchos lo leyeron como una sátira de lo masculino desarticulada y, francamente, pasada de moda. No faltaron quienes, entre risas y cejas alzadas, se preguntaron si esta era la «nueva masculinidad» con la que Europa quería identificarse.

Estonia, por su parte, llevó al extremo la excentricidad con Tommy Cash y su «Espresso Macchiato», una pieza que, amén de irrespetuosa y estereotipante contra una de las naciones participantes, osciló entre un vanguardismo escénico a destiempo y el ridículo más desagradable. Que alcanzara el cuarto lugar es, sencillamente, un insulto al oído común. Una canción pensada para la provocación, sí, pero no toda provocación es arte ni toda irreverencia es creatividad. Su puntuación final, 356 puntos, solo puede explicarse como una broma extendida demasiado tiempo. Aplausos para la estética del disparate, pero ¿es ese el propósito de Eurovisión?

Suecia: El favorito ignorado por su autenticidad

Suecia, en cambio, lo tenía todo para ganar. «Bara Bada Bastu», interpretada por KAJ, fue una deliciosa rareza: divertida sin caer en el ridículo, cantada en sueco con acento finlandés —una novedad refrescante—, y con una puesta en escena sencilla pero encantadora. Combinaba modernidad, identidad cultural y carisma vocal. Era, en muchos sentidos, una representación ideal de lo que Eurovisión debería valorar: originalidad, personalidad y conexión. Fue favorita en las casas de apuestas, lideró varias encuestas de prensa, e incluso conquistó al público del Evening Preview Show. Todo apuntaba a que sería la gran noche de Suecia. Y, sin embargo, terminó en un dolorosamente injusto cuarto lugar. No por falta de calidad, sino quizás por haber apostado por una autenticidad que el sistema de votación no quiere cómo premiar.

Francia: La emoción más pura, despreciada por el televoto

La cantante Anne Peichert, conocida artísticamente como Louane, encarna un verdadero cóctel de culturas. Creció en Hénin-Beaumont, en el departamento francés de Paso de Calais, junto a sus cuatro hermanas y un hermano. Su herencia familiar es tan diversa como rica: su padre, Jean-Pierre Peichert, era francés con raíces polacas y alemanas, mientras que su madre, Isabel Pinto dos Santos, nacida en Portugal, tenía ascendencia portuguesa y brasileña. Esta fusión de orígenes convierte a Louane en una artista con un trasfondo multicultural único. Anne Peichert, representó a Francia en Eurovisión 2025 con “Maman”, una balada escrita por ella misma junto a Tristan Salvati. La canción, presentada originalmente en el descanso de un partido de rugby entre Francia y Escocia, es un homenaje a su madre fallecida y una celebración de su reciente maternidad. Pero es mucho más que eso. En un festival cada vez más dominado por el ruido, el artificio y el impacto inmediato, Louane ofreció una obra íntima, de una honestidad conmovedora y una carga emocional casi impensable en el actual contexto cultural europeo.

“Maman” se sostiene sobre una estructura lírica sencilla, pero de una profundidad universal. En sus versos iniciales, la cantante sugiere un balance vital sereno: “Ya no hay amantes, ya no hay cama” —una despedida de etapas pasadas—, para dar paso a una afirmación de madurez: “He construido mi vida”. La línea más poderosa, y tal vez más reveladora, es: “De ti he guardado todo lo que hace quien soy”. Una declaración de legado, de pertenencia, de identidad transmitida a través del amor materno. Y cuando finalmente canta: “Ahora es a mí a quien llaman mamá”, se cierra un círculo existencial lleno de ternura, gratitud y continuidad. Es una canción que no solo habla de una madre, sino del ser madre. Y lo hace desde una perspectiva femenina profundamente biológica, emocional y sincera.

La repetición suave y afectiva de “Maman” no es un simple recurso estilístico, sino un eco que resuena con cualquier oyente que haya amado, perdido, recordado o dado vida. En un tiempo donde la cultura dominante ridiculiza o devalúa las relaciones paterno-filiales —cuando no las vincula a modelos de opresión o estructuras caducas—, Louane se atrevió a reivindicar el vínculo más básico y esencial: el de una hija que honra a su madre al convertirse ella misma en madre. En esa reivindicación se juega algo mayor: la transmisión del cuidado, la vida como don, no como carga. Frente a una Europa que vive una guerra cultural soterrada contra la procreación, el cuidado de los hijos, y el reconocimiento de quienes nos dieron la vida, “Maman” fue un acto de contracultura.

La puesta en escena fue tan minimalista como eficaz: Louane, vestida de blanco, dibujando en la arena imágenes de su infancia. Una performance ritual y poética, casi cinematográfica, que en la televisión ganó una potencia visual inesperada. No fue un número diseñado para levantar al estadio, sino para abrazar al espectador desde su pantalla. Era un canto al recogimiento, a la verdad, a la memoria. Louane no interpretó un papel; se interpretó a sí misma, y en ello fue absolutamente moderna y, paradójicamente, radical.

El resultado final, sin embargo, fue una bofetada a todo eso. Francia terminó en séptimo lugar con un total de 230 puntos. El jurado internacional, que sí supo ver el valor artístico y humano de la propuesta, le otorgó 180 puntos, colocándola entre las favoritas. Pero el televoto, inexplicablemente, solo le concedió 50 puntos, situándola en el puesto 13º de esa tabla. Esa discrepancia fue motivo de desconcierto generalizado. Varios comentaristas y expertos expresaron su incredulidad: ¿cómo podía una propuesta tan coherente, tan emocional y tan relevante haber sido prácticamente ignorada por el público europeo?

Algunos atribuyeron la brecha a una supuesta «fórmula agotada»: artista conocida + balada emocional. Pero esa explicación es superficial. Lo que ocurrió fue más profundo y más preocupante: el público votó en masa por lo llamativo, lo provocador, lo inmediato… y dejó de lado la emoción más genuina de toda la edición. Louane, como se pudo ver en su rostro al recibir los resultados, era consciente de que había dado mucho más de lo que recibió. Fue una decepción serena, digna, pero que no pasó desapercibida. Los 230 puntos parecieron castigar no un error, sino una valentía.

“Maman” fue quizás la propuesta más humana de todo el festival. Y no solo por su calidad musical o la madurez de su intérprete, sino porque se atrevió a recordar a Europa que el amor no se grita, no se tuitea, no se viraliza… se vive y se transmite. En medio de un certamen que premió lo excéntrico, lo grotesco o lo anónimamente correcto, Francia llevó la canción más necesaria del año. Y Europa, tristemente, la ignoró.

¿Un festival sin brújula?

Eurovisión 2025 fue, en suma, una edición sin alma. Austria ganó por méritos técnicos. Israel sorprendió por razones que nadie termina de entender. Italia y Estonia ocuparon altos puestos entre el desconcierto general. Y las dos canciones que mejor representaban los valores del arte y la emoción —las de Suecia y Francia— fueron desplazadas por fórmulas huecas o fuegos artificiales conceptuales.

El resultado invita a una reflexión incómoda pero necesaria: ¿qué premia hoy Eurovisión? ¿La calidad musical? ¿La originalidad? ¿La emoción? ¿O simplemente el impacto momentáneo, la tendencia viral, el ruido? Si los mecanismos de votación no son capaces de reconocer la excelencia cuando se presenta desnuda y sin filtros, entonces el festival corre el riesgo de convertirse en un escaparate de banalidades bien producidas, en lugar de una celebración de la diversidad musical europea. Austria ganó. Pero Europa no celebró unánimemente. Nadie se fue a la cama tarareando “Gastad Love”, a pesar del dominio generalizado, al menos en Europa, del inglés. El mundo no se detuvo. Y eso, en un festival que nació para crear recuerdos, es quizás la mayor derrota.

Carlos M. Estefanía es un disidente cubano radicado en Suecia.

”La vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan”

Redacción de Cuba Nuestra
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