Por Ulises F. Prieto.
He descendido caminando desde Cleveland Heights hasta University Circle. Desde el verano, cuando pasaba manejando por la esquina de Edgehill y Euclid Avenue, veía una ofrenda junto a un poste con banderas italianas. Alguien había muerto en aquella esquina. Tanto las banderas como las flores parecían no marchitarse. Las renovaban. Nunca me detuve. Siempre había algo que hacer. Además era una esquina y no podía bloquear el tráfico sólo para saber quién había muerto.
Empecé a imaginar que era un mafioso del cercano barrio de Little Italy, que tal vez había caído en algún ajuste de cuentas. Quizás algún accidente muy favorable para alguna otra familia del barrio. Seguramente el poste estaba repleto de frases de agradecimiento escritas en italiano. Una foto de un rostro masculino correctamente afeitado, pelo engominado, y brillo en la mirada. Tal vez se leían las quejas de alguna viuda desolada porque había perdido al pilar de su casa. ¿Quién traería ahora el dinero? Probablemente también se leían las preocupaciones de sus amigos, que ahora no sabrían cómo lidiar con las desobediencias en el negocio. Ese negocio que consiste en perturbar la concentración, ahumando la ciudad.
Dicen que los primeros italianos llegaron a Cleveland para esculpir las estatuas de ángeles y santos del Cementerio. Entonces debía haber muchos católicos en la ciudad, pero pocos artistas. Y claro, eso es inadmisible. Las láminas y las estatuas alivian la vergüenza de la confesión. En el momento que estás haciendo explícitos tus peores pecados, te vuelves hacia ellas y ves que nada ha cambiado. Los colores, las formas, la luz y las sombras permanecen aún después de haberte escuchado. Hay algo parecido al pozo de Samaria. La belleza del arte simula al amor eterno y su perdón infinito. En ese mismo cementerio seguramente descansa aquel hombre, probablemente muy cerca de Eliot Ness y del Presidente Garfield.
Hacía unos días había escuchado una entrevista a un cierto dueño de un cierto casino en Las Vegas, que hizo su fortuna sentándose en las barras de los restaurantes de Mayfield Road. Quizás aquel magnate de la Vegas habría volado para despedir el duelo de su amigo. Seguramente habría recordado los tiempos juntos de su infancia en la banda de Mayfield Road. Claro, evitando las palabras inadecuadas y hablando con circunloquios, símbolos y parábolas, tal y como se escribe la literatura sagrada. Después de todo los profetas también fueron perseguidos y no podían ser explícitos.
Cuando tuve la oportunidad de asomarme a la ofrenda vi que sí, había una foto, pero los escritos en el poste no estaban en italiano, sino en inglés y todos terminaban con la frase “I miss you”. Junto a las flores había una caja de plástico transparente con tizas de colores dentro. La foto no era de un mafioso de rostro mediterráneo, sino de una joven muy blanca y muy rubia. Había muerto el año pasado, pero su foto florecía en esta primavera. Leí los comentarios de sus amigos, seguramente todos jóvenes. ¿Cómo puedes prepararte para la penumbra de un eclipse? Cuando un amigo se te muere antes de los 20 años, parece que su muerte será para siempre. Recordarlo es una manera de restaurar el orden. Cambiar de tema de conversación, sólo para evitar el dolor, parece una traición. Se cortó cuando aún era de día. Acaba de salir el Sol. Pero pasan las semanas, los meses, los años, y su recuerdo se disuelve hasta no aparecer en décadas. Llega el tiempo en que uno no se atreve a pronunciar su nombre entre los amigos comunes, para no confirmar el hecho de que ellos también olvidaron.
Su vida fue tan breve y alegre como las canciones napolitanas que heredaron de sus abuelos, y compartieron, sin apenas entender lo que cantaban, durante los pocos años de su eterna amistad de entonces. Aquella muchacha no era ficción. Era tanta verdad como esta esquina, las banderas, las flores, y las pinturas de las tizas que nunca se pintaron, pero que tampoco se borrarán con las lluvias de ningún abril.
Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor.
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