Enviado por Denis Fortun.
El texto entrecomillado me lo escribió Alcides Herrera el día que me envió el cuento. Lo añado para que se entienda un poco la dinámica de nuestra amistad. Luego le sigue el cuento, que finalmente no sé si llegó a publicarlo.
Mensaje por Messenger:
“Yegua vieja -me escribe, y al leerlo imagino, al muy hijo de puta, sonriendo- espero estés bien; bueno, ahora debería, o debo decir, “estén bien”. Me alegra verte bien acompañado -y se refiere a Ailer-. Dios la bendiga.
Esta vez no se trata de una entrevista, sino de otro tipo de favor, revísame este cuentecito antes de publicarlo con desespero de novato en Diario de Cuba (sé que hay otros sitios donde publicar, pero yo soy de la vieja escuela, por eso soy borracho y tengo jeva pintora).
En fin, Dios te bendiga y bendiga la reparación del Hotel San Carlos, que aún mantiene en funcionamiento el ascensor más neoyorquino de Fernandina –se refiere ahora a Cienfuegos, Fernandina de Jagua-, aparato en que, saliendo del Cabaret –Ruth Garden, en el último piso del Hotel San Carlos-, se meó Rafael Lay –director fundador de la orquesta Aragón-, ya que, no pudo evitarlo…
He aquí el cuento, fresco, de anoche. Hay cáscara de más que podrías detectar, pero tampoco te empeñes sí, de pronto, no hay algo que hacerle”
Yo, tres días después, creo, le devolví su cuento sin apenas tocarlo. No hacía falta, y me parecía, además, una falta de respeto mayúscula revisarle textos a alguien que admiraba, y hoy admiro, como un tronco de poeta y un artista.
ALGUNAS TRIBUS.
Por Alcides Herrera.
Estaba sentado entre el ramaje oeste de la biblioteca de Coral Gables, claro que escondido, echándome una Pabst y releyendo una bobería grata de Juan Ramón Jiménez, que por allí vivió el poeta, durante el tiempo en que no vivió en otros lugares. Había encontrado el libro en un banco de piedra, de los que usa la gente para descansar con un Marlboro luego de la ardua tarea de leer por primera vez a Cicerón, o imprimir copias, o chatear con una prima de Salta, o para hablar morronga por teléfono y terminar diciendo: “Bueno, te dejo, ahora estoy en algo”.
Por supuesto, el libro era de la biblioteca, tenía muchas cosas pegadas más o menos amenazantes, código de barras, por ejemplo. Tras empezar a leer un poema, que escogí al azar, me dije en voz alta, cómica (a mí me gusta hablar en pensamiento bajo, para disimular un histrionismo que morirá el mismo día que yo)
-El ramaje era evidente, para alguien que quisiere pintar el ramaje, cosa normal en algunas tribus.
Entonces, oí una voz aullando muy cerca, vi muchos pájaros huir, y apareció ella, dando un brinquito insubordinado.
Esto decía el aullido: – ¡Pinga, me volaron el libro de Juan Ramón! ¿Ahora qué pinga le leo a Yanisey?
Sentí lo que un santiaguero, cuando le suspenden el carnaval. De más está decir, me importaban un culo los poemas de Juan Ramón Jiménez, sobre todo, porque no leo poemas, lo veo cosa de muchachos falta de eso que estás pensando, y que también se entretienen con Schopenhauer mientras no saben quién inventó las pailas (I know, se me volvió a ir la mano, tampoco yo sé quién pudo haber inventado eso). Y es que, ya me había interesado en la lectura.
-Hija, perdona -dije a la súbita pelirroja, mientras ella salía del ramaje, alzando yo el libro en la derecha y tratando de esconder la Pabst en la izquierda- Mi teléfono no tenía carga, no podía leer cosas normales, noticias y eso en el phone, vi un libro en el banco y me escondí en el ramaje para leerlo. Bueno, en realidad no para “leerlo”, sino para leer algo. No robo libros. No robo nada. Es decir, me entretenía, mientras llegara la persona que olvidó los poemitas en el banco de piedra.
Yo di un saltico patrás, pero no fue porque me asusté. -¿En el ra qué? -exclamó la pelirroja, aun dando el saltillo que mencionaba, con prisa colegial, antes de preguntarme “¿En el ra qué?”
-En el ramaje, “asere” -le respondo-. Ese conjunto de maticas, esas de allí -y apunté hacia lo que, en ese momento, y ahora no sé por qué, llamo “el ramaje”.
Ella, la extraviadora de un libro muy singular, “Romances de Coral Gables”, rió y habló a un tiempo, con voz de pájaro que no sabe hablar:
-Yo no pienso coger el libro si no lo higienizas. Prefiero que lo devuelvas tú a la biblioteca y yo saco otro ejemplar. O el mismo, si no hay más ninguno, y entonces lo higienizo yo.
Confieso que cogí tal empingue, que pensé en ripiar el libro en dos, sacarme la pinga y orinarles arriba a los poemas del español muerto. Sin embargo, soy cristiano (también me cuadra el budismo, aunque no entienda nada), logré contenerme, y sólo balbuceé con ternura de 58 decibeles:
– ¿Qué pinga te pasa, chama? ¿Quieres te meta a Juan Ramón Jiménez en el culo?
Pensé que se iba a poner fula, que iba a haber lío, cosa que por menos pasa en los bares irlandeses que en las bibliotecas. Cara de loca tenía. Y el pelo rojo, cosa que no es normal en Miami. Aun así, no flotaba sobre ella la energía de las putas místicas, tan amigas de los arañazos y el 911. Pensé, te digo, ella se iba a poner fula y, sin embargo, sólo inclinó la cabeza hacia la izquierda y preguntó:
-¿Qué tienes en la manos izquierda?
-Una Pabst -respondí, levantándola a media asta.
-¿Tienes otra?
-Tres más en la mochila verde.
-¿Me das?
-Sí, mami.
Y ya iba a abrir la mochila, sin embargo, algo en mí se le antojó que estaba en la conversación de una de las películas que rellenan Netflix cuando Bruce Willis anda en otra cosa.
¿Por qué pienso estupideces como ésta, y me dominan, en vez de actuar como los hombres, saltar hasta la mochila, sacar una puta cerveza, y alcanzársela? ¿Y por qué, ese algo en mí descubrió que debería tenerle miedo? (como ya dije, su pelo era rojo). Volví a empingarme, esta vez con serenidad casi oriental, y le dije:
-Me acabo de arrepentir. Voy a terminar ésta y le llevo las otras tres a mi novia, que está más rica que tú.
La pelirroja se molestó de modo desproporcionado, y se abalanzó sobre mí para arrancarme de la mano derecha “Romances de Coral Gables”, y de la izquierda la Pabst.
Yo le metí la lata a medias por la nariz y con el libro le di un golpe suave y seco, según mi impresión un golpe de lobo generoso, en la zona de los partos. Debe haberle dolido, pues cayó en “mi” ramaje y se puso una mano en el área afectada.
Lo que pasó enseguida me dejó loco. La pelirroja se incorporó como un gato y, de nuevo frente a mí, con firmeza serena y “distancia social”, recitó, como si fuera Lili Rentería haciendo de alguien, los versos que yo estaba leyendo cuando su aullido, ese de “¡Pinga, me volaron el libro de Juan Ramón! ¿Ahora qué pinga le leo a Yanisey?”, irrumpió en mi vida y en mis nervios:
-La palma acaricia al pino/ con este aire de agua/ en aquel, el pino, el pino/ acariciaba a la palma.
Todo esto te lo cuento para que no se te ocurra mirar a la pelirroja equivocada, esto es, a la pelirroja mía. Ahora estamos casados, ahora ya tengo los papeles, y escribimos en vez de leer, que es una forma de evitar la mala energía de las bibliotecas, pues ahí van niños, van viejos; eso parece una piscina, las bibliotecas, digo. Escribimos en bares irlandeses, y Yanisey no sólo nos visita el día de San Patricio (lleva también el pelo rojo, en su caso es pintado), y tomamos Pabst, hacemos trío, y vemos Netflix.
Solo hay una sola regla, que es casi un asunto moral, que me apena, y aun así te la digo. Aquí nadie menciona a Juan Ramón Jiménez.
Alcides Herrera, artista y escritor; recién fallecido en Miami.
Denis Fortun es poeta y escritor, exiliado en Miami.