Por Gloria Chávez Vásquez.
Bien lo dijo un día don Miguel de Unamuno, que la llamada cuestión social, más que un problema de reparto de riquezas o de productos del trabajo, es un trabajo de reparto de vocaciones, de modos de producir.
Como resultado de esa desarticulación socioeconómica, mucha gente se ve obligada a coger trabajos u ocupaciones contrarias a sus vocaciones y habilidades naturales. De ahí que muchos laboren con desgano y lleguen a considerar el trabajo, más como un castigo.
Un trabajador feliz es aquel que ama su trabajo porque disfruta lo que hace, y aparte se siente competente, lo cual aumenta su autoestima. En una sociedad justa, cada individuo contribuye porque su trabajo es útil y su objetivo es el bienestar de todos. Su prioridad en un trabajo bien hecho, conlleva una ética y moral que le hacen libre porque no requiere de una autoridad que lo vigile. La corrupción se evita donde se origina: en el individuo.
Un panadero feliz se levanta con ánimo de producir y satisfacer a sus clientes, de mejorar cada día el producto. De ese modo aumenta su clientela porque su producto es especial. En cambio, el panadero que no tiene vocación para su oficio, despide malas vibraciones y hasta su producto es amargo. Es malgeniado con su clientela y su local, descuidado y sucio, más que atraer, espanta. En lugar de una competencia sana para superarse, el mal panadero vive de envidiar al que considera su rival. Y mientras amasa la harina, elabora pensamientos de odio y de venganza.
¿Cuál de los dos es un trabajador próspero y cual es dañino a su comunidad?
Las sociedades milenarias entendieron la importancia de integrar las vocaciones y disciplina laboral en su cultura. De esa manera se consideraba al trabajo una labor tanto física como espiritual. Así funcionó por siglos el decreto de Confucio en China: identificar, entrenar y reconocer a los trabajadores de acuerdo a sus habilidades. Por ende, los chinos asimilaron el trabajo de modo que aun hoy en día lo ven como una autorrealización.
En la India las ocupaciones caen tradicionalmente dentro de cuatro clases generales: intelectual, administrativa, comerciante y laboral. La clase intelectual se compara con la cabeza del cuerpo social. Esta da guías prácticas y dirección espiritual (pensadores, artistas y educadores). La clase administrativa (gobernantes y militares) encargada de proteger a los ciudadanos se compara con los brazos. La clase negociante (vendedores, comerciantes) que satisface las necesidades económicas de todos se compara con el estómago y la clase laboral (obreros, constructores, operarios, agentes de servicio) que apoya toda la estructura se compara con las piernas. En una sociedad saludable todas las clases funcionan en perfecta coordinación.
La tradición judía, por ejemplo, espera que los padres entrenen a sus hijos en el oficio familiar. La tradición japonesa reconoce que la ética en el trabajo se refleja en el orden socioeconómico. En Europa, por siglos existieron los gremios que agrupaban los oficios en hermandades o sociedades de aprendizaje y ayuda mutua. De ese modo los gremios constructores lograron erigir sus hermosas catedrales.
Pero la actual no es una sociedad laboralmente funcional ni mucho menos feliz.
En nuestro mundo laboral son más los que no están capacitados y trabajan con desgano de modo que el hecho de servir les resulta humillante y su forma de servicio se traduce muchas veces en abusar del cliente, boicotear la empresa, defraudar al público y en general sembrar discordia o promover la corrupción.
La desmoralización en el trabajo de una nación se achaca a la lucha de clases, al abuso laboral y muchas otras causas. Pero, a decir verdad, la frustración laboral es socia del descontento cuando la raíz del problema radica en la renuencia a ser clasificados como simples obreros o piezas de una maquinaria. Quizás eso vaya más allá de la simple clasificación.
El que un individuo vea solamente la actividad material en su trabajo es síntoma de una disociación de mente y espíritu. Esa disociación es en parte el resultado de los problemas creados por los sistemas sociales, sean dictaduras o democracias.
El comunismo subyuga al individuo mientras ahoga su espíritu. Coloca al ciudadano al servicio del estado y obliga a ese servicio mediante un aparato represivo policial y político. También reprime la creatividad, la iniciativa y toda clase de comercio en la sociedad, de ahí la escasez crónica, aun de los de productos de primera necesidad. En las sociedades comunistas existe además el eterno conflicto entre supervisores y trabajadores aparte de la vigilancia perpetua del ciudadano.
El capitalismo promueve una mentalidad de consumo al alimentar deseos materiales ilimitados, la competencia constante entre grupos e individuos a la riqueza, el poder, el prestigio, creando una atmósfera de desconfianza, insatisfacción, envidia y recelo.
Peor aún es la carencia en nuestros países, de una clase de lideres intelectuales que entiendan claramente cómo se organiza la sociedad sobre las bases de la autorrealización, mejor que las metas materiales. Esa carencia se ha hecho extensiva a la de educadores que dominen la ciencia de la autorrealización. El fracaso del sistema educativo es evidente en la pérdida de los valores éticos y morales en la enseñanza.
Una de las tareas más importantes del maestro, es educar a los jóvenes a asumir los roles en la sociedad que mejor sirvan a sus habilidades naturales y talentos. Al estudiar cuidadosamente las características físicas y psicológicas un maestro puede ayudar a un estudiante a escoger la ocupación o carrera que le dé más satisfacción personal. Los estudiantes estarán naturalmente dispuestos a convertirse en expertos en el campo de su agrado y la sociedad se beneficia al tener ciudadanos bien entrenados y productivos.
Tanto los padres conscientes como los buenos maestros deberían ayudar a los jóvenes a lograr un balance adecuado entre lo material y lo espiritual de las metas en la vida. Enseñarles que el trabajo es en definitiva la acción del espíritu por medio de ese vehículo que es el cuerpo. Que la actividad natural del espíritu es un servicio trascendental y por tanto, es sagrado.
Cuando el individuo sea capaz de identificar en sus habilidades su objetivo y vocación, cuando acepte que la satisfacción del trabajo está en servir desinteresadamente a los demás, cuando entienda que no es solo un cuerpo material sino también espíritu, entonces el trabajo dejará de parecerle un castigo.
Gloria Chávez Vásquez es escritora, periodista y educadora residente en Estados Unidos.
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Un análisis muy inteligente y profundo. La organización social estamental es muy superior a la clasista. Y en el fondo, todo es una cuestión de hormonas: endorfinas… Somos sujetos químicos. O socio químicos, si gustan.