Por Manuel C. Díaz.
Netflix pasó de ser una pequeña compañía de renta de videos por correo a un gigante que competía con las grandes cadenas de la televisión tradicional no solo gracias al inmenso catálogo de series de televisión libres de anuncios que fue acumulando, sino también por la calidad de estas.
No todas, es cierto. Algunas tienen los mismos defectos de las malas telenovelas: argumentos inverosímiles, personajes unidimensionales y actuaciones pésimas. Pero, en general, la mayor parte de ellas son excelentes y terminan alcanzando altos niveles de audiencia.
Recuerdo el éxito de las primeras series españolas que se vieron aquí en Miami, como Velvet, Tiempos de Guerra, Las chicas del cable y La casa de papel. O el de las turcas que llegaron después, como Hakan, el protector, Dinero sucio y Fatma.
Sin embargo, ninguna de ellas logró alcanzar nunca el de la serie del momento de Netflix, El juego del calamar, hecha en Corea del Sur y que desde su estreno el pasado 17 de septiembre ha sido vista por más de 100 millones de suscriptores en todo el mundo y ocupa, en estos momentos, el primer lugar en las listas de las 10 mejores de Netflix en 90 países.
Debo confesar que durante varios días me resistí a verla; no me convencía su trailer. Pero, al fin, sorprendido de que una serie coreana desplazase a Bridgerton, la estupenda serie americana que en ese momento encabezaba la lista, decidí verla. Y la verdad es que, aun después de haberlo hecho, sigo sin comprender a qué se debe su extraordinario éxito.
Solo se me ocurre pensar que, a pesar de su perturbadora premisa y su violencia extrema, en su trama pueden encontrarse significados diferentes con los que algunas personas pudieran identificarse. Después de todo es una historia de supervivencia en la que muchos podrían reconocerse: cuatrocientos cincuenta y seis concursantes, todos con graves problemas financieros en sus hogares, aceptan participar en unos juegos en los cuales un único ganador (todos los demás mueren de horribles maneras) accede a un premio de cuarenta millones de dólares.
O quizás pueda aventurarme a decir que parte de su éxito se debe al espectacular diseño de los escenarios donde se desarrollan los mortales juegos, a escala gigante y de un gran colorido, que contrastan con el futurístico y monocromático vestuario de los custodios, sobre todo sus máscaras, que son de una ominosa simetría.
En realidad, no son muchas las causas que pueda enumerar. Se me acaban los aspectos positivos. Podría mencionar también las interesantes historias personales de algunos de los concursantes (un obrero desempleado, una desertora norcoreana, un malversador y un joven inmigrante), convenientemente introducidas después de cada masacre para dotarlos de humanidad. O también podría, en un último intento, atribuir su éxito a la propia vertiginosidad de los sangrientos juegos, similares a la de los violentos videos de un PlayStation.
En fin, no sé bien cómo explicarlo. Sobre todo, al tomar en cuenta las exageradas actuaciones, a base de gritos y gestualidades extremas, tan ajenas a la cinematografía occidental, que conspiran contra el resultado final de la serie y que, en mi opinión, la hacen fracasar.
Cualesquiera que hayan sido las causas, lo cierto es que, El juego del calamar, según Netflix, “será el mayor éxito en toda nuestra historia”. Quién lo diría. Nada que pueda hacerse. Por suerte, su ya extenso catálogo todavía sigue creciendo con nuevas producciones y viejas series de televisión. ¿Pueden creer que acaban de incorporar todos los episodios de Seinfeld? Yo ya estoy viéndolos.
Fuente El Nuevo Herald.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y cronista de viajes.
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Toda la razón. Yo no la vi…ni veré. Gracias Zoepost y a don Manuel.