Por Manuel C. Díaz.
Durante muchos años, Ortelio Camacho fue jefe de un pelotón de fusilamiento en La Cabaña. Nunca supo quién lo había nombrado a ese cargo, pero siempre creyó que podría haber sido un oficial de su columna que recordaba que en la Sierra Maestra él había dirigido el fusilamiento de un campesino de la zona acusado de ayudar al ejército.
Nunca supo tampoco por qué lo ejerció durante tanto tiempo. Lo que sí sabía era que desde aquella noche de enero de 1959 en que lo fueron a buscar a su barraca para que volviera a dar tiros de gracia, no hizo otra cosa en su vida.
Cuando las tropas rebeldes entraron a La Habana, Ortelio fue enviado a los cuarteles de La Cabaña, que no eran más que dos barracas de madera que se asentaban en una explanada del promontorio, casi incrustadas en los riscos que bajaban desde la fortaleza.
A la izquierda de esas barracas estaba el antiguo club de oficiales, que ya había sido convertido en un Tribunal Revolucionario para que los juicios pudieran celebrarse con rapidez, sin necesidad de trasladar a los acusados hasta la Audiencia de La Habana, justo al otro lado de la bahía.
El Foso de los Laureles, donde se llevaban a cabo los fusilamientos, quedaba debajo de las barracas y del Tribunal y se podía llegar hasta su portón principal por un camino que bordeaba la muralla de manera que, condenados y verdugos, arribasen al unísono a su cita con la muerte.
Los sancionados a la pena de muerte eran sacados de sus celdas justo después del cañonazo de las nueve y ya a las diez todo había concluido. Antes de que finalizase el mes de marzo de 1959 y después de las primeras cien ejecuciones, Ortelio y su pelotón se vieron convertidos en verdugos profesionales. Atrás habían quedado los días de abrir sepulturas en las montañas con bayonetas viejas: ahora era la muerte institucionalizada.
Ya ni siquiera esperaban a que se llevasen los cadáveres. En cuanto el médico militar certificaba sus muertes, Ortelio y su pelotón se retiraban al cuartelito. Otros cargaban los cuerpos hasta la ambulancia, otros los preparaban para enterrarlos, y otros les daban sepultura en una sección sin nombre del Cementerio de Colon.
Todo era tan rápido que antes de que apagasen los reflectores que iluminaban el paredón, Ortelio ya estaba emborrachándose en un bar de la Avenida del Puerto que visitaba con frecuencia y donde muchas veces se quedaba a dormir en la trastienda.
Fue allí donde lo fueron a buscar una mañana porque esa tarde se celebraría un juicio importante y ya se sabía que habría dos condenados a muerte. Los fusilamientos de los militares del antiguo régimen habían tocado a su fin y recién comenzaban los de aquellos que se oponían al sistema comunista que estaba siendo implantado en el país.
Los acusados -ya condenados antes del juicio- eran dos dirigentes de la Juventud Católica que habían organizado una célula clandestina dentro de la Universidad de La Habana y que habían sido detenidos durante una procesión de la Virgen de la Caridad.
Fue esa noche, en el Foso de los Laureles, cuando se escuchó por primera vez el grito de “Viva Cristo Rey”, que sería, desde aquel momento, el gesto heroico con el que los condenados enfrentarían la muerte.
Cuando Ortelio dio la orden de fuego, sus palabras quedaron apagadas por el nombre de Cristo que retumbó como un trueno en las murallas, atravesó la bahía y pudo oírse repetido, milagrosamente, a todo lo largo del malecón.
En aquel preciso instante, Ortelio miró hacia el cielo y no pudo encontrar una sola estrella: un manto de ceniza helada lo había encapotado de repente. Cuando se dirigía hacia los cuerpos para rematarlos, comenzaron los relámpagos y una lluvia como de nieve cayó sobre la fortaleza. Ambos jóvenes tenían los ojos muy abiertos y parecían sonreír cuando Ortelio les disparó en las sienes.
Los fusilamientos continuaron con la misma vertiginosidad durante algunos años más. Y, siempre, dirigiéndolos, estuvo Ortelio Camacho. Solo disminuyeron cuando los mejores jóvenes de aquella época ya habían muerto frente a los paredones o habían sido condenados a largas penas de cárcel. La revolución acabó a sangre y fuego con todos aquellos cubanos buenos que se opusieron a ella. Habían vencido. Se sentían tan seguros que no dudaron en proclamar que la revolución era irreversible.
Y lo estuvieron diciendo hasta que, en 1991, sin previo aviso, los buques petroleros soviéticos dejaron de llegar, los cortes de electricidad se hicieron más frecuentes, las fábricas cerraron, el sistema de transporte colapsó, aparecieron los primeros carretones de mulos y el país comenzó a hundirse lentamente entre consignas revolucionarias, edificios que se derrumbaban y nauseabundas ollas colectivas de caldosa.
Los científicos cubanos, tratando de paliar la hambruna que ya se abatía sobre la isla, inventaron la “masa cárnica” y la “pasta de oca”. Pero de nada sirvió. Un día las madres cubanas no pudieron alimentar a sus hijos y ya nada volvió a ser como antes. De repente, todos tuvieron conciencia de la desolación de sus vidas, la estrechez de sus sueños y la magnitud de su miseria. Y, entre ellos, alcohólico, desnutrido y sin dientes, estaba Ortelio Camacho.
Fue entonces cuando el recuerdo de los miles de hombres a los que había fusilado comenzó a atormentarlo. Caminando hambriento por las calles de La Habana Vieja creía reconocer sus rostros detrás de los ventanales altos de los viejos edificios. Los encontraba también en el Paseo del Prado, inmóviles junto a los leones de bronce que bordeaban el bulevar. Los veía recostados a los faroles rotos del barrio chino y se tropezaba con ellos en los rellanos de cualquier escalera desierta.
Siempre lo miraban fijamente, hasta que se aseguraban de que los reconocía. Entonces volteaban la cabeza para que pudiera verles el orificio terrible en las sienes destrozadas y desaparecían silenciosamente.
Ortelio Camacho no pudo soportarlo y un día decidió matarse. Con cada aparecido que se le presentaba se fue sintiendo condenado a vagar para siempre -de fantasma en fantasma- hasta el fin de su vida. En cada orificio que lograba vislumbrar en los encuentros descubría los ojos ahogados en lágrimas de sus víctimas que lo miraban sin piedad desde el fondo de sus agonías.
De repente comprendió que no podía seguir viviendo con el peso de tantos muertos ni con su culpa de tantos años. Comprendió también que su torcido destino de asesino estatal estaba llegando a su fin y, queriendo encontrar un poco de compasión para su alma, se pegó un tiro con la misma pistola con la que daba los tiros de gracia.
Nadie reclamó su cuerpo. Lo enterraron en una fosa común.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte, y cronista de viajes.
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Ese es el final de todos los hp y este Ortelio no fue menos seguramente se disputaba el tiro de Gracia con el asesino carnicero que sentia siempre deseos de sangre y ademas como le pasò a Ortelio lo convirtieron en una maquina de matar historias que pasaran a la historia
MAGISTRAL!
Thank you!