Por José María Arenzana.
En el año 1987, cuando la tiranía cubana aún no había entrado en barrena en los llamados periodos especiales por ausencia de la derrama soviética a cambio de unos casi inservibles puñados de azúcar, yo mismo comprobé cómo el Estado benefactor de aquel oprobio me permitía acceder a comer un helado en la célebre Heladería Copelia de La Habana por el mero hecho de ser un turista, saltándome una cola de varias horas de espera para los lugareños.
La barra de Copelia era casi un monumento de aspecto ‘vintage’, como de los años 40 o 50, donde habría podido rodarse sin tocar nada una escena de “Grease”, la película con John Travolta y Olivia Newton-John.
Apenas los fines de semana abría sus puertas en mitad del Parque frente al Hotel Habana Libre hasta agotar existencias y para deleite de la concurrencia, que aguardaba horas infinitas su turno o te entregaba un cupón que, con la ayuda de otros de la cola, guardaban el sitio y te permitían volver horas más tarde para comprobar si aún quedaba mucho para tu turno.
Copelia servía helados en la barra del establecimiento sólo a aquellas personas q por riguroso turno accedían a uno de esos asientos anclados al suelo sobre una columna de acero y un asiento grueso de skai. Había uno de esos asientos casi cada dos metros, de modo que apenas unas cuantas personas consumían su helado al mismo tiempo y no tenían ocasión de salir a pasearse con el suyo en la mano, tal vez para no provocar la envidia de quienes no les alcanzaba la cartilla de racionamiento ni casi para comer.
Cuando una mambisa de casi 200 libras de peso y un trasero como la popa de un galeón indiano accedía por fin a aquel espacio reservado y un ejército de camareros detrás de la barra, que te trataban de “compañero”, le proporcionaban su copa de helado, excuso decirles el parsimonioso deleite y el rechupeteo lento, sabrosón y preciso que desplegaba la mamasita con los relojes parados hasta agotar la consumición.
Nadie solía perder la paciencia ante aquel infame apogeo de esperas eternas: de un lado, porque la recompensa en un país donde un helado era entonces un lujo asiático y hoy es como de otro planeta, valía la pena aguardar el turno siquiera una vez al año; de otro lado, porque un contingente de policías uniformados permanecía en el lugar para prevenir altercados y para estabular y redirigir a la gente como si estuviesen en la joyería Tiffany’s de la Quinta avenida de NY o en la sede de Cartier de la Place Vendôme de París.
Así eran las cosas, digo, cuando la URSS aún ejercía de sostén de aquella farsa colosal subvencionada que entregaba cada año millones de dólares y millones de toneladas de crudo a los sátrapas de la isla, que podían revender a terceros países pese al falso embargo norteamericano, y a cambio los rusos recibían unos cuantos sacos de azúcar a un sobreprecio descomunal cuando habrían podido comprarlo a mucho menor coste en cualquiera de sus colonias comunistas alrededor del mundo. ¡Qué gran embuste el comunismo mundial!
La inmensa escritora hispano-cubana Zoé Valdés cuenta el relato de cuando tenía 12 años y braceaba en la manigua para el Estado en jornadas interminables de sol a sol que los farsantes denominaron de “trabajo voluntario”. Recuerda que una mañana de calor insufrible, un avión arrojó caramelos y, escuálidos por el hambre, por la fatiga y por el asombro, todos los críos corrieron a llenar sus bolsillos haciendo acopio de la chuchería. Un rato más tarde, hizo acto de presencia en los surcos el mismísimo comandante barbado, quien aprovechó la ocasión para reprenderles porque habían abandonado el tajo sólo por regalarse con aquellas chucherías y les hizo severa advertencia de que “el enemigo” (como si el enemigo no fuera él mismo) podría haberles envenenado o pervertido con aquellas regalías arrojadas desde el cielo. Y todo ello en un país que pretendía vivir del monocultivo de ese azúcar que constituye la sustancia de los caramelos, por otro lado, inaccesibles en la isla.
Es este afán de control, prohibicionista, de precio-castigo y de invasión de la intimidad y no una intención sanitaria, lo que esconde la infumable pretensión del ministro comunista cuando anuncia la prohibición de la publicidad de estos y otros pequeños placeres alimentarios de los más pequeños, pero no le preocupa en absoluto y favorece y publicita que los menores de edad se sometan a hormonación continua, se masturben el ano, aborten o consuman pitillos de la risa.
Por lo demás, la inutilidad de su Ministerio resulta tan flagrante que la tarea encomendada es la de permanecer en la reserva silenciosa hasta que el Consejo de Ministros le requiera para efectuar o declarar alguna payasada de grueso calibre que permita ocultar alguna otra ignominia o aparatosa metedura de pata del propio Gobierno o de uno de sus compañeros de fatigas.
Garzón, el tonto de Nueva Zelanda, el bobo de Coria, el memo de la banderita republicana, bufón de sí mismo, desempeña el papel ahora de “hombre de los caramelos”, que mete miedo en el parque y se abre la gabardina para desviar la atención de la permanente inconstitucionalidad de la acción del Gobierno y de los delitos juzgados o pendientes de juicio de sus correligionarios.
He dicho.
José María Arenzana es periodista español.
Fuente SevillaInfo.
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Maravilloso. Cuanta verdad.Gracias