Por Manuel C. Díaz.
En casi todos los hogares cubanos había, presidiendo el comedor, un cuadro de La última cena. Una prueba de que la mayoría del pueblo era profundamente religioso. Aquí en Miami, en nuestro primer apartamentito rentado, lo primero que hacíamos era comprar uno y colocarlo en el comedor como una reafirmación de nuestra fe. Después, cuando nos mudábamos a la primera casa comprada, no lo dejábamos atrás: lo empacábamos con las viejas fotos familiares. Algo que no pudimos hacer cuando dejamos nuestra patria para emprender el camino del exilio.
Yo recuerdo como si fuera hoy el que había en el comedor de mi casa. Yo no sabía que era una obra famosa; ni quién la había pintado. Lo que sí sabía, porque me lo habían explicado mis padres, era que el cuadro reflejaba el momento en que Jesús les dice a sus discípulos que uno de ellos lo traicionaría. También recuerdo que mi madre solía decirme sus nombres y contarme sus historias. Pero yo siempre, no sé por qué, recordaba una sola: la de Judas Iscariote.
Aunque yo era un niño, la escena, por los gestos de los apóstoles en la mesa, los colores de sus vestimentas y el significado de la ocasión, me atraía. Creo que de tanto mirarlo llegué a obsesionarme con aquella pintura. Los años pasaron, la revolución se apoderó de Cuba y toda la familia terminó marchando al exilio. Cuando nos fuimos, en la pared del comedor todavía colgaba el cuadro. No sé que habrá sido de él. Me hubiese gustado tanto conocer su destino. Es probable que los nuevos moradores lo hayan sustituido por uno de Fidel Castro. O por uno de Camilo Cienfuegos. Quién sabe. Lo cierto es que yo nunca lo olvidé. Con el tiempo supe que era una pintura original de Leonardo Da Vinci y que podía verse en el refectorio del convento de Santa María de la Gracia, en Milán, donde fue pintado originalmente.
Quizás por eso mi esposa y yo siempre quisimos visitar esa ciudad. Hasta que al fin lo hicimos. Lo que más nos interesaba ver, claro, era el original de aquel cuadro de nuestra niñez: el famoso fresco de Da Vinci.
Sin embargo, como habíamos llegado a Milán al mediodía no tuvimos tiempo de ir a ver el cuadro. Así que decidimos aprovechar lo que quedaba de la tarde para ir a otros lugares de interés, como el Castillo Sforzesco, una imponente fortaleza de amenazantes murallas construido a mediados del siglo XV; la imponente Catedral del Doumo, una de las iglesias góticas más grande del mundo; y el famoso Teatro de La Scala, tal vez el más prestigioso de Europa.
Pero al otro día, temprano en la mañana, lo primero que hicimos fue ir hasta la iglesia de María de la Gracia, que es donde está en exhibición La última cena. Llegamos sabiendo que las posibilidades de que pudiéramos verla eran remotas, pues los boletos de entrada había que comprarlos con semanas de antelación, algo que habíamos intentado hacer, sin éxito, antes de salir de Miami.
Así que allí estábamos, en la puerta del convento, pero sin poder entrar. Mientras hablábamos con una de las empleadas del lugar, se nos acercó un hombre y nos ofreció dos boletos para la tres de la tarde (se entra en grupos de veinte personas cada media hora) al mismo precio que marcaban los de la taquilla: 10.00 Euros. Es decir, no había especulación. Con los boletos en la mano y todavía dudando (la explicación de por qué los vendía no era muy convincente) estaba a punto de rechazarlos cuando mi esposa, en un arranque de inusual confianza en el prójimo, me dijo: “Cómpralos”.
Le hice caso y los compré. Todavía pensando que eran falsos, esperé la hora señalada. Por suerte, resultaron ser legítimos. Y pudimos ver La última cena.
En unos folletos que nos dieron en la puerta podía leerse la historia de la famosa pintura. Así supimos que Da Vinci la hizo por encargo de su mecenas, el duque Ludovico Sforza, y que no es un fresco tradicional sino un mural pintado con tempera y aceite, aplicados directamente al cemento seco en lugar de al cemento húmedo, como era la practica habitual en aquella época. Por eso a los cinco años comenzó a deteriorase.
Sin embargo, La última cena sobrevivió; no solo a las inclemencias del tiempo, sino también a las de la historia: las tropas de Napoleón la usaron como diana para practicar el tiro en 1805 y los aliados bombardearon el refectorio en 1943 durante la Segunda Guerra Mundial.
Por eso a veces pienso que, si el original sobrevivió, también pudo haber sobrevivido el cuadro que siempre presidió el comedor de mi casa. Y cuando pienso eso, me gusta imaginar que quizás esté oculto en algún lugar, esperando el día en que el pueblo cubano regrese a la fe y lo vuelvan a colgar en la pared de otro comedor.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico de arte.
Yo no se mucho sobre pintura pero si puedo decirle que Leonardo en cada pintura dejaba un o varios mensajes prohibidos para aquella epoca y la Ultima Cena es uno de ellos que para algunos podria ser destabilizante, pero mas allà de todo el genio es genial y este cuadro es una maravilla
Muy buen artículo, me identifique mucho con el, sobre todo la vivencia descrita en Milán, en el 2017 yo estuve por ver el fresco de la última cena de Leonardo y me pasó exactemente lo mismo, la diferencia fue que no me atreví a comprar los billetes de entrada a este senor y me quede con las ganas. Jejeje ahora me da mucha gracia
Hermosisimo. Disfruto mucho sus escritos. Gracias.