Sociedad

El antídoto del odio

 

Por Gloria Chávez Vásquez.

                                                                   

He decidido quedarme con el amor. El odio es una carga muy grande para soportar”.

Martin Luther King, Jr.

 

Los lectores ávidos de la actual literatura de autoayuda, y desde siempre los de la literatura clásica, saben que los antídotos del odio son la compasión, el respeto, el amor y la empatía, sentimientos de los que, los contagiados por el odio, carecen. Víctimas del doble estándar en la negligencia familiar que alimenta la envidia, viven rivalidades que provocan el odio, fomentando rencillas que se alargan por años entre familiares o extraños. Las mentes inseguras hacen extensivo ese odio a toda ley y autoridad y quieren destruirlas para reivindicarse. El individuo que odia ciegamente, ha perdido el control de sí mismo, no sabe manejar el amor. Cuando no sabe a quién odiar, odia a todo y a todos, y termina por odiarse a sí mismo.

En una sociedad donde su sistema educativo no enseña a controlar el odio, es normal que rija la violencia. Como todo matón, el odio ha cobrado protagonismo en nuestra sociedad a la fuerza, ahogando así las protestas legítimas del ciudadano honrado y trabajador que busca la paz que proporcionan la transparencia y la justicia.  Los dañados por el odio se convierten en títeres ponzoñosos, convenientes para los que pretenden el poder y un sistema en el que la indignación se transforme en obediencia.

A tal punto se ha exacerbado el odio en estos tiempos, que el malestar general bulle en forma de terrorismo en las calles sin que los resentidos destructores reconozcan que son el problema, en algunos casos, producto de un legado familiar  o en otros, de una herencia milenaria, En el caso del llamado “fracaso hispánico”  en Latinoamérica y España, el filósofo Jose Ortega y Gasset lo sintetizó como el odio a los mejores (la envidia), la escasez de estos (falta de liderazgo) y la rebelión sentimental de las masas (la violencia). Así como el odio árabe o musulmán se remonta al repudio de Sara, la criada con la que Abraham tuvo a su hijo ilegitimo, el fundador de la tribu Ismaelita, el odio racial se deriva mayormente de la esclavitud. Los odios ideológicos tienen su raíz en el fanatismo.

Como pasión, el odio es, según la Real Academia de la Lengua: “Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. Y no hay nada en el diccionario que tenga sinónimos más  negativos que el verbo odiar, algunos de ellos: abominar, aborrecer, desdeñar, despreciar, detestar y repeler. Sentimiento altamente tóxico que tiene su origen en nuestros miedos e inseguridades, el odio es una reacción visceral ante una antipatía violenta, que se inicia como un rayo en el cerebro, atraviesa como daga el corazón y tiene su tormenta perfecta en el estómago, arruinando así la vida del que odia. Su cómplice es la malicia. El sufrimiento no termina ahí, pues el que odia se obsesiona con la venganza. Lograda esta, el odio se convierte en remordimiento o paranoia.

De acuerdo al filósofo francés, Jean de la Bruyère, la envidia y el odio van unidos y se fortalecen recíprocamente por el hecho de perseguir el mismo objeto. El resentido nunca es feliz. Cuando algo no marcha en sus relaciones es incapaz de identificar sus emociones y dialogar en busca de reconciliación. En su frustración, apela a la violencia.  Su inseguridad en forma de celos distorsiona su percepción de los hechos y se refugia en tramar venganza para no tener que enfrentar el dolor. Este sentimiento trágico ha fascinado desde tiempo inmemorial a los escritores universales. Balzac creía que en la venganza, el débil siempre es el más feroz. Como todas las emociones, el odio tiene su tabla de graduación. En la aversión, esa antipatía inaguantable, el deseo por evitar todo aquello que nos irrita, es irracional. Es el tipo de aversión a la gente que sentía Scrooge, el personaje de Charles Dickens, y que tiene su raíz en el descontento y la frustración, en la insatisfacción o necesidad de algo que no se tiene en la vida. Es el odio a todo aquello que nos hace sentir inferiores.  

El odio popular o colectivo documentado por Dickens en “Historia de dos ciudades” es el resentimiento emocional provocado por la envidia o la indignación hacia las clases privilegiadas o los que manejan el poder. Puede ensañarse por años y degenerar en psicopatía colectiva, como ocurrió durante la revolución francesa. Henry Ward Beecher afirmaba que no había ninguna facultad del alma humana que fuera tan persistente y universal como el odio. Shakespeare estaba convencido de que si las masas pueden amar sin saber por qué, también pueden odiar sin mayor fundamento. Tennessee Williams dedujo que el odio es un sentimiento carente de inteligencia; Goethe observó que el odio se encuentra en su punto más intenso y más violento allá dónde existe el más bajo grado de cultura. Thomas Abraham afirmó que el odio es la muerte del pensamiento.

Al sentimiento obsesivo se le conoce en la literatura como estar poseído. Es el odio que suscita la venganza del capitán Ahab protagonista de Moby Dick hacia la ballena blanca que le arrancó una pierna. Este odio profundo, –nos recuerda François de la Rochefoucauld–,  nos coloca en situación de desventaja frente al objeto de nuestro odio.  El odio es una sombra negra y alargada, descrita por Haruki Murakami: En muchos casos, ni siquiera quien lo siente sabe de dónde le viene. Es un arma de doble filo. Al tiempo que herimos al contrincante, nos herimos a nosotros mismos. Cuanto más grave es la herida que le infligimos, más grave es la nuestra. Puede llegar a ser fatal. Pero no es fácil librarse de él.

Y como si el odio fuera un espejo en el que se reflejan nuestras angustias, Herman Hesse nos recuerda que cuando odiamos a alguien, vemos en su imagen algo que está dentro de nosotros. Sin la habilidad de expresar su malestar de forma adecuada, el resentido acumula ira y su odio acaba arrastrándolo en un espiral de autodestrucción. Como todo veneno, el odio tiene sus antídotos. En su naturaleza humana, no tiene por qué ser siempre ser negativo. Con la templanza suficiente y con la concentración puesta en mejorar como persona, el individuo intoxicado puede aprender a controlarse y sublimar su resentimiento en energía positiva.

La cura del odio puede empezar con la lectura de un libro. En los hogares donde se promueve la creatividad y la lectura, estas actividades actúan como tablas de salvación o terapias que facilitan la resolución de los conflictos. El diálogo respetuoso en la comunicación  es tan importante en la sociedad como en la familia. La clave es aprender a identificar y manejar las emociones, particularmente la que puede tornarse destructiva como es el odio. Antes que nosotros, muchos individuos inteligentes lidiaron con su lado oscuro, y en el encuentro con sus demonios lograron convertirlo en obras maestras que nos sirven de guía cuando nos sumimos en las tinieblas.

Gloria Chávez Vásquez es escritora y periodista.

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