EDITO

ED. Suicidios verdaderos y otros raros

Por Zoé Valdés/El Debate.

La noticia, estremecedora: David Lafoz, joven agricultor de Aragón y uno de los portavoces naturales y genuinos contra la Agenda 2030, decidió poner fin a su vida. Su testimonio, directo, despojado de retórica, un grito desgarrador en medio de la indiferencia. «No aguanto trabajar 18 horas para no vivir», había declarado, encapsulando en una sola frase la fatiga existencial que asfixia a tantas personas dedicadas al campo, atrapadas entre la precariedad y las expectativas de un futuro cada vez más incierto.

La historia de David no es un caso aislado, sino el reflejo de heridas profundas en el tejido rural. Las luchas diarias, invisibles al resto de la sociedad, se convierten en una carga insoportable. La soledad y la presión, el desencanto frente a promesas incumplidas por los políticos que, lejos de aliviar, a menudo añaden más peso a los hombros de quienes mantienen viva la tierra. Así, los «suicidios verdaderos» de los que se ha escrito, y en particular escribió Ricardo Ruiz de la Serna, no son sólo tragedias individuales, sino síntomas de una crisis más amplia, donde la dignidad de quienes alimentan al mundo queda relegada a un segundo plano, sofocada por el ruido de discursos y agendas matarifes.

En memoria de David y de tantas personas cuyas voces se apagan, resuena una llamada urgente: escuchar, entender y dignificar la vida rural antes de que el silencio se vuelva definitivo.

La tragedia, que es ya epidemia, de la campiña francesa refuerza este llamado: cada dos días, un agricultor francés se quita la vida, convirtiendo el suicidio en la segunda causa de muerte entre quienes dedican su existencia a alimentarnos. Las raíces de esta desesperación son profundas y dolorosamente parecidas: inseguridad financiera, deudas acumuladas, jornadas interminables a cambio de salarios insuficientes. La sensación de estar atrapados en un ciclo sin salida, de ver cómo se desmoronan no sólo los sueños personales, sino la propia cultura agrícola.

Existen otros suicidios y muertes más raras.

El repentino suicidio de Éric Denécé, un destacado ex oficial de inteligencia y director del Centro de Investigación de Inteligencia Francés (CF2R), arroja luz sobre una serie de misteriosas desapariciones que han sacudido los círculos de inteligencia franceses en pocos meses. Este tipo de fallecimientos, envueltos en un halo de incertidumbre y sospecha, se suman a la lista de enigmas que penden sobre el panorama institucional. Mientras la opinión pública apenas asimila la noticia, surgen más preguntas que respuestas: ¿qué presiones, qué secretos, qué hilos invisibles operan en las sombras de estos escenarios? El silencio, tan denso como el de los campos abandonados, se extiende ahora también sobre los pasillos del poder y la información. Así, los «suicidios verdaderos» y estos óbitos extraños comparten un denominador común: la urgencia de mirar de frente a las realidades que preferimos ignorar, y el peso insoportable de lo no dicho, de lo que se oculta tras muros de indiferencia o conveniencia…

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