Por Zoé Valdés/El Debate.
Los presidentes franceses, o de cualquier otro país, manifiestan en sus momentos cada uno su especificidad, digamos que su originalidad; no los enumeraré con sus preferencias porque el artículo se extendería, pero sí recordaré algo de los actuales. Si bien a Joe Biden le encantan los helados en barquillo y toquetear y oler a las mujeres jóvenes y a los niños (cosa que ya se ha olvidado; yo no).
También es cierto que nadie le ha cuestionado cara a cara por ello, como tampoco se ha escrutado lo suficiente el gusto tan mediocre que posee Pedro Sánchez por el cambio de opinión, cuyo significado es mentira, o takkiya en el islamismo, además de su amor intenso por su enamorada imputada, a la que ha llevado como primera dama (título que no existe en España) a la India; y allá se han lucido ambos cuales marajás o majases de Bollywood.
El caso de Emmanuel Macron resulta muy elocuente, es un hombre blanco, criado bajo el amparo de la burguesía francesa de provincias, destetado sensorialmente por su maestra, a la que esposó al cumplir la edad convenida, quien hoy es la primera dama de la República (título que sí es notorio en el país galo). Sin embargo, al presidente le fascina codearse con los de «abajo». ¿Qué hay de malo en eso? Nada, si no fuera presidente de Francia. La bajeza nunca ha conducido a los políticos a pensar en la dirección adecuada para el bien de un país.
Recordarán el escándalo de aquel personaje que se vendía como asistente-guardaespaldas-y-no-sé-qué-más de Emmanuel Macron, quien durante una manifestación, armado, apuntó hacia varios manifestantes, incluidas mujeres, con una pistola cargada. Se trataba en efecto de un amigo del presidente, Alexandre Benalla, joven colaborador, que se exhibía en los mítines presidenciales junto a Macron. Los hechos denunciados ocurrieron en abril del 2017. Benalla, francés de origen marroquí, había sido agente de seguridad de François Hollande, con Macron ascendió hasta devenir encargado de misión del gabinete presidencial…
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