Por Zoé Valdés/El Debate.
En el mundo del cine, donde las estrellas nacen bajo flashazos y mueren aplastadas por sus destellos, Diane Keaton se despide en silencio, dejando tras de sí una estela de inolvidables interpretaciones. La actriz recién fallecida conquistó corazones con su elegancia natural y su presencia impecable, se convirtió en un símbolo de autenticidad y talento, en un mito sereno de Hollywood. Como si la vida fuera un guion escrito por la precisa mano del destino, Keaton permanecerá en el recuerdo semejante a la obra maestra de un acto pleno de belleza y de decencia en el arte.
Su carrera fue un mosaico de personajes que –cada uno en su esencia– lograron reflejar distintas facetas humanas con una profundidad que desafía el tiempo. Desde Annie Hall, donde encarnó a una mujer moderna y vulnerable, o emblema de una ciudad, Manhattan –magistralmente dirigida por Woody Allen–, hasta El Padrino, en la que su mirada, perdida en Sicilia, revelaba secretos ancestrales y pasiones enterradas. Keaton no solo interpretó papeles; los vivió, los respiró, los convirtió en fragmentos luminosos de su espíritu.
Sus directores y compañeros de reparto, entre algunos principales como Woody Allen, Jack Nicholson, Keanu Reeves y Andy García, la despiden seguramente con un cariño que trasciende la pantalla. En su Instagram, Andy García publicó fotos que parecen susurrar desde otro tiempo, capturadas por él mismo en Sicilia, durante el rodaje de El Padrino III. Ahí, entre paletas de colores de un paisaje magistralmente coloreado en siena y ecos de un pasado glorioso, Keaton aparece con su sonrisa divina, en un movimiento imaginario, reflejo de una actriz que dejó huella en cada escena, desde cada mirada, desde los más sublimes suspiros.
Las imágenes que García comparte no constituyen sólo fotos; son fragmentos de un cine que pervive en la memoria, que respira en el deseo y que, como toda magnífica obra, perdurará. Sicilia, con su luz dorada y su aire de leyenda, se convierte en un escenario sagrado donde la amistad y el arte se funden, donde las estrellas —esas que todavía brillan en el firmamento de Hollywood— se dirán adiós con una discreción llena de significados.
Diane Keaton, esa musa que trascendió las modas y los patrones, nos brinda un tesoro de autenticidad y coraje. Su vida fue un guion escrito con atención y delicadeza, un himno a la libertad y a la expresión honda. Desde, como dije antes, la desinhibida Annie Hall, que rompió esquemas en los años 70, hasta su papel en Cuando menos lo esperas (ella confesó que era su película preferida), donde se reveló con una fuerza interior y un misterio profundo, inextricable, Keaton demostró que la verdadera belleza reside en la autenticidad de los gestos, en olvidarse de ellos. Por cierto, yo me habría quedado con el adorable Keanu Reeves, antes que con el indeciso Jack Nicholson.
Sus personajes, en todos sus matices, contaron historias de amor, inseguridad, valentía y vulnerabilidad que todavía vibran en la sensibilidad de sus espectadores. Nos queda el recuerdo del mito, la vibración de la leyenda, esa presencia que nunca nos abandonará, y la certeza de que el arte, en su forma más pura, siempre encontrará una vía de retorno. Pensar que se ha ido a los setenta y nueve años, mientras Jane Fonda continúa a los ochenta y siete haciendo equilibrio con el puño en alto en las pasarelas de la alta costura de París…
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