Por Zoé Valdés/El Debate.
Sesenta y cinco años de tiranía castro-comunista en la isla del espanto y ni una sola buena noticia. A diario nos llegan oleadas como ramalazos de dolor que paralizan a los que vivimos en el exilio. ¿Qué hacer, cómo aliviar?
Dentro, en aquella isla, reducida moralmente a islote, la gente se muere a montones aniquilados por un nuevo virus que hace estragos en el Oriente, el oropouche. Muy parecido al dengue, aunque mucho más mortal, el oropouche orthobunyavirus ataca desde los primeros instantes con una fuerte fiebre de aparición brutal, cefaleas, mialgias, erupciones cutáneas, dolores que invalidan la totalidad del cuerpo. La picada del jején resulta ser el origen más evidente de la gravedad y muerte; si a eso le añade usted la falta de caldero, o sea, la hambruna generalizada, la carencia de medicamentos, pues no tendría que hacerles un mapa detallado de las terribles consecuencias.
Aparte, para colmo de males, las considerables lluvias y aguaceros, más un estado alarmante de las cañerías habaneras que no reciben mantenimiento desde el año 1959, han convertido La Habana en una suerte de ruinosa Atlántida resurgida de vez en cuando de un churroso oleaje natoso y perenne. Si Francisco de Albear levantara la cabeza y la viera se volvería a lanzar por deseo propio en la tumba. Albear construyó a finales del siglo XIX junto a expertos franceses uno de los mejores sistemas de acueductos y manantiales del mundo bautizado posteriormente El Acueducto de Albear.
Si en la actualidad el agua podrida inunda casas derruidas, próximas al derrumbe, por el contrario, el agua potable escasea, las colas en los barrios para las llamadas «pipas» conteniendo el preciado líquido parecieran una trenza china enredada y maltrecha, parodiando al gran poeta José Lezama Lima. La Habana se ahoga, pero también agoniza hambrienta, sedienta y apestosa, cual remedo de un antiguo Egipto con las siete plagas…
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