Por Zoé Valdés/El Debate.
Ustedes no lo recordarán, entre otras cosas porque no lo vivieron; yo, aunque lo viví de niña me acuerdo como si fuera ayer, sobre todo porque la memoria de mi abuela -que era la memoria más histórica y democrática que he conocido dado que era la memoria de mi abuela, y de ella la heredé, gracias a Dios- fue imbatible y se encargaba de subrayar reiterativamente el más mínimo acontecimiento acaecido bajo la tiranía de los Castro.
Desde su más tierna infancia, pasando por la Sierra Maestra, hasta su muerte, Fidel Castro se dedicó al tema de la brujería, que no santería, de la santería tanto druídica irlandesa como canaria y cubana se ocupaba mi abuela, lo de Castro era la brujería. Desde los seis años, en que cayó aquejado por una gravísima enfermedad (le daba sólo días de vida), Lina Ruz, madre de Castro, cuya vagina es comparable al dantesco infierno sin un Virgilio piadoso e instructivo, entregó al niño a una familia de negros que trabajaban bajo su mando. De origen haitiano esta familia hizo todo tipo de trabajos de sorcellerie para la sanación del niño Fidel, con ungüentos, brebajes, sacrificios en los que se usaba la matanza de animales, más propios del vudú haitiano que de la santería cubana. Desde entonces a Fidel Castro se le dio muy bien jugar con los huesos, también humanos extraídos de los cementerios, que formaban parte de las ceremonias. Entre tantos despojos con matojos aromáticos y calderos de coágulos derramados sobre su cabeza algo habrá funcionado, porque es sabido que el tirano predilecto de Hollywood -Humberto Fontova dixit en su magnífico libro- no sólo sanó, además duró lo que duró, más allá de lo previsto tal vez por su hermano y de lo anhelado por el pueblo cubano…