Por Fernando Savater/El Confidencial.
Publicamos un extracto de ‘Carne gobernada’ (Ariel), donde Savater explica el viaje político desde su izquierdismo juvenil hasta sus posiciones actuales, así como sus desencuentros con el periódico en el que publica los sábados una columna.
¿Por qué conserva la izquierda tan buena fama en nuestro país, a pesar de los crueles fracasos históricos que ha sufrido allí donde se ha impuesto de manera imperativa? Por una mirada sesgada que ha establecido la norma de juzgar a la izquierda por sus intenciones y a la derecha por sus resultados. Si uno proclama que quiere acabar con la miseria y la desigualdad, conseguir una educación universal y una sanidad que proteja por igual a todos los ciudadanos, sean cuales fueren sus ingresos económicos, solo cabe aplaudir estos objetivos generosos. ¡Qué diferencia con las propuestas de la derecha, que hablan de prosperidad conseguida por medio del trabajo remunerado, de propiedad privada, de orden social basado en el cumplimiento de las leyes!
Es cierto que los hermosos planes de la izquierda nunca se han llevado a cabo ni de manera aproximada en los países que han adoptado un sistema comunista, el izquierdismo más consecuente, aunque han visto desaparecer sus libertades cívicas y la separación burguesa de poderes sacrificadas al ideal utópico. Ah, pero ¿qué culpa tiene el ideal si quienes lo buscan son torpes o incluso hipócritas? Lo excelente sigue siéndolo aunque los que se dedican a predicarlo no tengan ni idea de cómo conseguirlo o, aún peor, logren con sus medidas políticas lo contrario de lo que persiguen. En cambio, los principios y métodos de la derecha han conseguido sin duda las mejores y más competentes sociedades democráticas allí donde se han aplicado: en ninguna parte ni en ninguna época ha habido mejores sistemas políticos donde vivir y la prueba es que la gente huye de los países comunistas a los capitalistas, nunca al revés. Pero tienen defectos, muchos defectos y abusos. Como dijo Cioran, en el mejor de los casos puede gobernarse sin crímenes, pero no sin injusticias. Esas injusticias, que se pretenden corregir, pero se reproducen una y otra vez, bastan para condenar a ojos de los deslumbrados por las buenas intenciones izquierdistas los incom- parables logros de las sociedades liberales. Si alguien promete el paraíso (entre cuyos requisitos está ser inalcanzable)…, ¿cómo conformarse con un purgatorio con aire acondicionado y agua corriente? Y lo más irónico, como hizo notar el gran historiador inglés Robert Conquest, es que todo el mundo es conservador cuando habla de lo que de veras entiende, aunque luego adopte posturas revolucionarias en los grandes temas que solo conoce de oídas.
Por supuesto, las democracias occidentales ofrecen fórmulas políticas que combinan los ideales socialistas mitigados por la prudencia con los métodos liberales mediatizados por los derechos humanos. El resultado es más o menos eso que llamamos “socialdemocracia” y que considero el sistema preferible a todos los demás ensayados, aunque ese término — “socialdemocracia”— sea anatema y equivalga a “comunista” entre los fanáticos neoliberales (en su mayoría exilados de los radicalismos izquierdistas de su mocedad). No hace falta decir que la estupidez política no es monopolio de la izquierda, de serlo, todo sería demasiado sencillo. Yo nunca he podido vivir sometido a elevadas normas que no puedo asumir en la práctica. Cuando a los once o doce años me convencí de que la castidad predicada por los curas amargaba mis placeres sin facultarme para renunciar a ellos, me aparté sin escándalo pero definitivamente de esas santas enseñanzas. En mi primera juventud estaba de moda vivir en comunas, modelo que en principio me sedujo porque creí que prometía amor libre y cosas así de bonitas: en realidad las comunas que conocí me hicieron comprender los beneficios de las buenas familias burguesas como la formada por mis padres (que desdichadamente yo no he sabido reproducir en mi vida adulta).
Después de haber alardeado de chico malo, comprendí que las mejores personas que he conocido en mi vida — mis padres, mi abuelo— eran más bien de derechas. Y no estoy dispuesto a admitir ni por un momento que la Pasionaria era mejor persona que mi madre. De modo que pronto renuncié a sostener ideales comunistas (porque de eso va la izquierda, no nos engañemos) en cuanto comprobé que sus resultados prácticos eran nefastos y que a mí toda forma colectivista me repelía intrínsecamente. Después he conocido millonarios comunistas a tropel, que no dejan de vociferar consignas radicales mientras sacan sus pasajes para el veraneo en las Maldivas. Abundan entre ellos los actores y actrices que todo lo que exhiben en progreso político lo compensan en retraso mental… aunque siempre jugando a su favor, claro. Y los llamados intelectuales, que en España son una casta para echarles de comer aparte. Pueden ser novelistas, poetas, humoristas, pintores o músicos apreciables (noten que digo “pueden”, no “suelen”) pero en su oficio como intelectuales, es decir, haciéndose oír en el espacio público para aumentar el espíritu crítico y la vigilancia ciudadana, resultan no solo inútiles sino dañinos. En general, sus opiniones se orientan a mejorar su caché y aumentar su clientela, lo cual defendiendo tópicos zurdos es más fácil para cualquiera. Les encanta alardear de antifranquismo, trinchera que hoy tiene tanto peligro como declararse insobornablemente opuesto al emperador Calígula…
La izquierda y sus pactos globales hoy no es eso que dice Savater, la izquierda ha vuelto a sus inicios donde Escohotado la encontró como como enemigos del comercio, o en medio del régimen del terror jacobino, llámese Foro de Sao Paulo, Grupo de Puebla, Foro de Davos, Celac, y toda acción subversiva global, Occidente esta infiltrado por el comunismo.