Cultura/Educación

DLA. La ardiente naturaleza de Torroella

Por Zoé Valdés/Diario Las Américas.

Mario Torroella nació en el Vedado, La Habana, hace noventa años. El camino hacia la pintura probablemente lo recorrió a través de la arquitectura, en un canto de ida y vuelta, muy propio de los habaneros de la época, que pertenecían a una universalidad prevista, de una elegancia nómada. A inicios de los años sesenta, su hermano Luis, fue encarcelado por el régimen de Fidel Castro, después fusilado al año de su encarcelación; me atrevería a afirmar que de cierto modo la melancolía que atisbo en la obra de este artista proviene de esa dolorosa experiencia compartida desgraciadamente con numerosos cubanos.

Sin embargo, Torroella encontró cierto consuelo en la opacidad nacarada, reflejo de la nocturnidad, en el crepúsculo cerrero del Vedado, en sus barrios plenos de jardines perfumados al galán de noche; una flor que consagra un aroma típico de lo que fue otrora vitalidad que ya no podrá ser nunca más, sino que mortandad. Torroella atrapó esa mutación del aroma, ha sabido pintarlo y fecundarlo en la eternidad, de ahí que sea uno de los grandes pintores del siglo pasado, finisecular, y de principios de este siglo. Abarcar tanto en el tiempo es lo que lo define como un maestro del nacimiento y fin de una isla en medio de la madrugada, amoldada con una resonancia trágica de campanadas, forjadas en la desintegración atómica, y al mismo tiempo en el vuelo de los colibríes. Dureza y delicadeza.

La obra de Mario Torroella se prodiga en chivos que rompen tambores y que pagan con su pellejo, en gallos que embisten a toros, en girasoles que acompañan -en una bandeja de plata-, a suculentas masas de langostinos. El niño de Atocha, nuestro Elegguá, respira a la puerta de uno de sus lienzos, danza alrededor de la vela silenciada con un soplo, canta alrededor del árbol de los misterios: la ceiba indómita.

Con esa misma tela rociada de óleo punzó pareciera que el pintor, ahora mutado en matador, torea frente a los cuernos del alma perseverante del majestuoso bovino. “Un pintor es también a veces un torero”, ¿lo dijo Picasso, o antes Braque, o quizás Picabia? Esa definición retumba en mis oídos desde hace ya demasiados años, es normal que no recuerde al autor, porque en realidad cualquiera de ellos pudiera ser maestro y siempre aprendiz…

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