Por Carlos M. Estefanía.
Queridos hermanos de pantallas y esperanza:
Les escribo, como saben, desde Botkyrka, esa periferia de Estocolmo donde la vida avanza en una singular mezcla de rigor y desgano, de claridad y penumbra. Aquí, el orden es imperfecto, pero aun así late una transparencia que tantas veces he deseado para nuestra isla. Camino, escucho y converso con mis alumnos y vecinos, y cada semana descubro pequeñas revelaciones que, sin proponérselo, se convierten en lecciones para la Cuba que despierta en nuestra imaginación.
Aunque los suecos no han vivido bajo un autoritarismo en siglos, cada crisis que enfrentan recuerda algo esencial: que la ley está por encima del poder, que la verdad tiene derecho a incomodar y que la sociedad civil existe para exigir lo justo.
Mientras observo esta periferia diversa, me gusta imaginar que aún resuenan aquí los pasos de quienes la habitaron hace ocho milenios: cazadores persiguiendo el agua, agricultores domesticando estas tierras, familias que dejaron tras de sí tumbas, grabados y silencios. Pasaron eras, cambiaron rutas—la medieval, la reforma del XVII, el ferrocarril que convirtió a Tumba, capital del municipio, en un pequeño nodo comercial— pero en cada huella se reconoce un hilo común: el deseo de vivir con dignidad. Hasta las iglesias libres, que nacieron desafiando un monopolio religioso, ayudaron a construir la democracia sueca. Qué enseñanza para un cubano: aquí, la fe fue impulso de libertad; en nuestra isla, a menudo, motivo de persecución, aunque también de redención como demostró el proyecto Varela impulsado por ese creyente y mártir del movimiento democrático cubano que fue Oswaldo Payá.
Sin embargo, Botkyrka no es un paraíso. Es un territorio donde lo luminoso convive con lo difícil, sin que nadie intente maquillarlo. Esta semana, por ejemplo, todos hablaban del hombre que robó una bebida energética en el centro de Tumba y reaccionó con violencia al ser confrontado. Terminó bajo custodia psiquiátrica. A esto se sumó un incendio sospechoso en un taller de autos en Tullinge y la inquietante noticia de que un grupo de extrema derecha planea marchar en el vecino Salem, reavivando sombras que muchos preferirían olvidar. Aun así, uno agradece la franqueza sueca: el alcalde lo dice sin rodeos, advierte del riesgo, informa y no oculta nada.

También hay una vena comunitaria que contagia: bibliotecas vibrantes, parroquias atentas, coros, talleres y clubes deportivos. Este sábado, al devolver libros en la biblioteca cercana, aproveché para entrar en la institución cultural que comparte edificio con ella, la Botkyrka Konsthall, el Salón de Arte Municipal.
La atmósfera era intensa y vívida. Pocos días atrás había tenido lugar allí la inauguración de la exposición «Att gräva fram solen», que se traduce como «Desenterrar el sol». Una exposición de los artistas Adam Seid Tahir y Amina Seid Tahir que nos invita a un mundo imaginario donde el sol descansa bajo la tierra, simbolizando la necesidad de buscar y trabajar juntos para descubrir la calidez y la claridad que a menudo se esconden.
Tras escuchar a la guía sobre el sentido de la muestra y devolver mis libros, hice lo que el resto de sus anteriores visitantes, que por lo que noté cuando pasé el jueves anterior, en su mayoría eran niños, como los que hoy me precedieron; utilicé las para mi extrañar herramientas diseñadas por los artistas para escarbar sobre el suelo del salón, así aparté un poco de tierra y, con ello, destapé una lámpara. Al salir la luz, aquello se convirtió en un acto simbólico y profundo. Al hacerlo, sentí la misma alegría y el entusiasmo de los pequeños, que pocos minutos antes habían aportado su curiosidad y creatividad a la actividad. Cada tono parecía iluminar nuestro interior, reforzando la idea de que la luz no solo está en el sol, sino también en los lazos que formamos entre nosotros. Mientras la tarde se desvanecía en la oscuridad invernal, salí de la Botkyrka Konsthall con una renovada sensación de esperanza. Sentí, en ese espacio, que el camino hacia la luz se encuentra al buscar juntos. «Att gräva fram solen» no era solo una exposición de arte; era una invitación a descubrir la luz que llevamos dentro y en los demás, incluso en los momentos más oscuros.

En otro orden de cosas, tenemos la presencia activa del Fittja IF, un club deportivo, que como su nombre indica, está localizado en Fittja, área emblemática en el municipio de Botkyrka. Fundado en 1935, el club tiene una larga tradición en el deporte local y ofrece actividades en varias disciplinas, siendo el fútbol una de sus principales. El club se destaca por su enfoque en la inclusión y la comunidad, promoviendo la participación en deportes para personas de todas las edades y antecedentes. Esto incluye tanto competencias para jóvenes como para adultos, fomentando un ambiente de camaradería y desarrollo personal. Fittja IF también organiza eventos y actividades comunitarias, siendo un punto de encuentro importante en la región. El reciente ascenso invicto del Fittja IF, destacado por el periódico local, alegró a medio municipio. Las denuncias de las jugadoras de balonmano sobre duchas frías recordaron que incluso en el ordenado norte hay que luchar por la dignidad cotidiana. Aquí, nadie calla solo porque sea incómodo señalar al municipio o exigir mejoras.
Mientras tanto, el país entero se estremecía por un accidente brutal en Estocolmo: un autobús de dos pisos, fuera de servicio, chocó con una marquesina en la céntrica zona capitalina de Östermalm, dejando tres muertos. En pocas horas había testimonios, explicaciones, disculpas públicas e investigaciones abiertas. Nada se dejó a la sombra. El conductor fue detenido y se sospecha de un problema médico. La transparencia fue inmediata. Para un cubano, ese gesto duele y enseña: allá, un hecho así sería reducido a propaganda, distorsionado o silenciado; aquí se enfrenta sin miedo a la verdad.
También llamó la atención el anuncio de la Policía Nacional, que debió frenar ciertos controles internos porque podían ser ilegales. Imaginen eso en Cuba: una institución represiva admitiendo que podría vulnerar derechos y pidiendo al Parlamento que establezca límites. Aquí la policía se corrige; en nuestra isla, la policía manda. Cuánta distancia hay entre un país donde las instituciones rectifican y otro donde el error es sistema.
La semana trajo, además, un debate sobre la venta, en plataformas internacionales, de muñecas sexuales con apariencia infantil—un horror que aún logra infiltrarse en los gigantes del comercio electrónico—y sobre cómo asociaciones civiles presionan al Estado para que actúe. Lo mismo ocurrió con el escándalo que estalló sobre el ministro Forssell, atrapado en un acuerdo secreto para financiar al círculo del primer ministro somalí a cambio de aceptar deportados. La prensa lo destapó y la indignación fue inmediata. Aquí el poder no es impune; en Cuba, la impunidad es el poder.
Incluso en lugares insospechados surgen lecciones. El juicio al internado de élite Lundsberg expuso humillaciones y jerarquías que más parecen una pequeña dictadura escolar que una institución moderna: estudiantes tratados como «tripes», un término del argot informal sueco para referirse a algo absurdo, inútil o ridículo, casi equivalente a decir “basura” o “tonterías”. A eso se sumaban castigos sociales y silencios impuestos. Qué cerca está, en todas partes, la tentación de reproducir la opresión.
Y si algo faltaba, continúa desde la semana pasada la discusión sobre la propuesta de encarcelar menores desde los trece años. Nadie teme decir que el Estado se equivoca; nadie calla para complacerlo. Una discusión sincera, compleja, a veces dura, pero viva. En Cuba, soñamos con ese acto simple de hablar sin miedo.
Tampoco falta el dolor social. Esta semana, la columnista Amie Bramme Sey volvió a señalar una grieta que crece en silencio: la pobreza infantil. Uno de cada ocho niños en Suecia la padece, y entre los hijos de inmigrantes, la cifra se multiplica por seis. Aquí se habla, se cuestiona, se exige. En Cuba, las cifras duelen más, pero no se mencionan. Como si callarlas las curara.
Termino esta carta con la sensación de que vivir en la periferia enseña a mirar desde el borde. Tal vez ese sea el lugar natural del exiliado y del disidente: observar desde un costado para entender mejor el centro. Ver con distancia, pero nunca con indiferencia. Aquí, entre suecos que no siempre comprenden nuestro dolor, encuentro pequeñas luces que me recuerdan la Cuba que deseamos: una Cuba donde la verdad no tema salir a la calle, donde la ley no se incline ante el poder, donde el sufrimiento no se oculte por conveniencia política, donde la sociedad civil exista sin pedir permiso.
Desde esta orilla fría, envío un abrazo cálido al corazón endurecido de nuestra isla. Que estas lecciones, nacidas tan lejos, nos ayuden a imaginar el país que todavía nos debemos.
Siempre con ustedes,
Carlos Manuel Estefanía Aulet.















