Por José Abreu Felippe.
En Cuba –y me imagino que en el resto del mundo sería más o menos igual–, por lo menos hasta finales de la década del 70 y principios de la del 80 del siglo pasado, los adolescentes que tenían su primera experiencia sexual lo hacían en “vivo y en directo”, es decir, piel contra piel, sin nada por el medio que obstaculizase o desvirtuase el contacto físico. Los cuerpos se exploraban uno a otro, pedazo por pedazo, rincón por rincón, procurando y procurándose el placer, temblando de dicha, con un único temor, no dar la talla, quedar por debajo de las expectativas de su pareja. Se metía la nariz y lo que no era la nariz, por todas las aberturas y protuberancias posibles, buscando los olores íntimos, secretos, que crecían entre el vello oculto –que afortunadamente en ese entonces todavía no era considerado un elemento antihigiénico sino el summus eroticus–, mientras la lengua ayudaba catando líquidos y texturas inenarrables.
¿Qué malo podía pasar? ¿Pthirus pubis? O en el peor de los casos, posibilidad bastante remota, una blenorrea. Había remedio efectivo para ambos males. Aunque existía, desde luego, y en esos años se podía comprar en cualquier farmacia sin muchos inconvenientes, nadie usaba el llamado preservativo o condón. Se decía, con razón, que mataba la sensibilidad. De ahí que no se tuviera en cuenta, salvo quizás algún que otro adolescente que conseguía uno –generalmente regalo de un amigo mayor–, para solitarios juegos masturbatorios.
En ese sentido, fue una adolescencia y una juventud venturosa. Las personas participaban en los juegos eróticos sin complicaciones ni preocupaciones. Y era bonito temblar en el reconocimiento mutuo, dejando que las manos y la boca descubrieran e hicieran su trabajo. Pero en eso apareció lo que en un principio se denominó “la enfermedad de las tres haches”, a saber, homosexuales, hemofílicos y haitianos. Un mal selectivo que atacaba con exclusividad. Una enfermedad propia de homosexuales –hoy se diría, graciosamente, una enfermedad gay–, que aterraba a propios y ajenos. Un homosexual acostumbrado a visitar a familiares o amigos, ahora al tocar la puerta, ésta se entreabría y los de adentro lo miraban como si en él se hubieran concentrado los Sietes Jinetes del Apocalipsis y le preguntaban si “ya se había hecho la prueba”. En Cuba, que históricamente el homosexual era mirado como la peste bubónica, que era humillado, perseguido, hostigado, encarcelado y encerrado en granjas de rehabilitación (UMAP), la situación se tornó punto menos que mortal. Eran forzados a hacerse la prueba y si daban positivo encerrados en los llamados sidatorios. El Sida disparó la discriminación contra los homosexuales por el uso que le daban a su cuerpo, contra los haitianos por ser negros presuntamente portadores del mortal virus y contra los hemofílicos por ser enfermos peligrosos. Los heterosexuales, hombres y mujeres, se sentían a salvo hasta que se demostró, que el Sida como cualquier otra enfermedad, no discriminaba, nadie estaba a salvo. Y así, poco a poco –decenas de miles de infestados y muertos por delante–, empezó a popularizarse el uso del condón. Hoy es difícil encontrar a alguien, que en un encuentro casual, no lo use. Puede irle en ello la vida. De ahí que ya probablemente existan generaciones enteras que no sepan lo que es acostarse con alguien “sin protección”.
Y cuando ya casi nos habíamos acostumbrado a vivir sabiendo que aquellos tiempos gloriosos de nuestra adolescencia y juventud, jamás volverían, pero todavía teníamos la boca y las manos y podíamos tocar y besar, apretar fuerte con el corazón, llegó la pandemia china. Un nuevo horror que a estas alturas no se sabe –o no se quiere saber– si tiene un origen natural y espontáneo o es un ingenioso y malévolo producto de laboratorio, que ya cuenta en su haber millones de muertos a nivel mundial. Cero besos, cero abrazos, cero confrontación cuerpo a cuerpo y la imposición del distanciamiento físico, cursimente llamado en los Estados Unidos, social. A saludarse tocándose brevemente con los coditos –otra ridiculez–, para correr a distanciarnos entre 8 y 10 pies, apertrechados con desinfectantes para las manos, guantes y mascarillas. Lo que nos faltaba.
Ahora en pleno siglo XXI, disfrutamos la paz con calles vacías, los negocios cerrados, toque de queda, confinamiento forzoso, multas, y así avanzamos por etapas hacia “la nueva normalidad” –qué será eso, yo que pensaba que la normalidad era la normalidad– mientras esperamos por una hipotética vacuna salvadora. Ahora llevamos condones en los bolsillos y, como El Zorro, mascarillas en el rostro. Y ni siquiera podemos imaginarnos, qué vendrá después, cómo será el mañana. ¿Vida virtual? ¿Y le seguiríamos llamando Vida?
José Abreu Felippe es poeta, escritor, dramaturgo, y crítico literario.
Monges de clausura, pero de los que se portan bien. Terminaremos todos haciendo chocolates trapense.
Pingback: Del condón a la mascarilla – – Zoé Valdés
Subversión Ideológica en 4 pasos
(Según Yuri Bezmenov en 1986)
1º-Desmoralización (toma de 15 a 20 años)
2º-Desestabilización (toma de 4 a 5 años)
3º-Crisis (toma de 5 a 6 semanas)
4º-Normalización (tiempo “indefinido-eternizado”)
Si “ajustamos” un poco los “tiempos-pasados” desde
1986 hasta la actualidad, acabamos de entrar de lleno
en la “Normalización” después de la “Crisis-Plandémica-Coronavírica”.
“Normalización”
Cuba 61 años …
China 71 años …
Rusia 79 años …
etc., etc., etc.
El teatro en vidrieras y micrófonos comienza pronto. Llegará para quedarse?