Por Manuel C. Díaz.
Cuando mi amigo Carlos Monar supo que mi esposa y yo preparábamos un viaje a Italia, nos dijo: «Tienen que ir a Cinque Terre». Habló con tanto entusiasmo del lugar que le hicimos caso y enseguida lo incluimos en el recorrido. Y no nos arrepentimos de haberlo hecho.
Llegamos a Monterroso, uno de los cinco pueblos que conforman Cinque Terre, descendiendo por una de las colinas que lo rodean. Desde su cima, el Golfo de Génova semejaba una infinita planicie azul. En las laderas de los cerros, entre los viñedos, hermosas villas pintadas de blanco parecían colgar de los salientes. Y a lo lejos, donde los riscos de la costa desaparecían en la bruma, se adivinaban los otros pueblos: Vernazza, Riomaggiore, Manarola y Corniglia.
Monterroso es pequeño, pero tiene muchas tiendas, hoteles y restaurantes. Caminamos un poco por los alrededores y después de almorzar en uno de los restaurantes que hay frente a la playa, tomamos el tren hacia Vernazza, donde habíamos planeado ver su famosa puesta del sol.
Como su estación de trenes está en lo alto del pueblo, es necesario bajar por sus estrechas calles hasta el muelle. No hay otra manera de llegar hasta allí. Lo cual es bueno, porque el recorrido permite palpar la cotidiana serenidad de la vida de sus habitantes. Las amas de casa escogen sus frutas bajo los toldos de los comercios y los ancianos conversan sentados frente a la puerta de la iglesia como en las películas de Vittorio De Sica.
Al final de la calle principal está la plaza, rodeada de varios restaurantes con terrazas mirando al mar, desde los que se puede contemplar la puesta del sol. Un atardecer siempre es hermoso en cualquier parte del mundo. Pero este nos pareció especial. Justo cuando el sol desaparecía detrás de las colinas que rodean la plaza, terminábamos de cenar. La noche se nos vino encima caminando de vuelta hacia la estación de trenes,
Al día siguiente, en Monterosso, abordamos la lancha que nos llevaría hasta Riomaggiore, el último de los pueblos de Cinque Terre, desde donde regresaríamos caminando por la Vía del Amor hasta Corniglia, con una parada en Manarola.
Al llegar a Riomaggiore lo primero que hicimos fue abastecernos de comestibles para almorzar en el camino. Así que entramos a un mercadillo y compramos pan, jamón, queso, uvas y una botella de vino. Solo nos hubiera hecho falta un mantel a cuadros para que el picnic fuese completo.
Como en Riomaggiore todas las cosas parecen estar en la punta de un acantilado y nos esperaba una larga caminata hasta Corniglia, lo que hicimos fue dar unas cuantas vueltas alrededor del muelle antes de dirigirnos a la Vía del Amor donde compramos los boletos de entrada.
Aunque poco romántica por la pedregosa aridez de sus senderos, la Vía del Amor ofrece vistas espectaculares. En ciertos tramos del camino es posible encontrar viñedos y bolsones de fragantes arbustos. En uno de ellos dimos cuenta del queso y el vino.
Al llegar a Manarola lo único que hicimos fue visitar la iglesia de San Lorenzo. No podíamos desperdiciar fuerzas subiendo hasta la parte alta de la villa cuando todavía nos quedaba por completar la segunda parte de la caminata, que nos llevaría a Corniglia.
Allí, en Corniglia, nos esperaba una sorpresa: el pueblo está en la cima de un promontorio y para llegar a él hay que subir una tortuosa escalera de piedra que serpentea entre las rocas de su ladera.
La vista de aquel pequeño pueblo que se alzaba entre las peñas, como suspendido en el aire, resultaba tentadora. Pero estábamos agotados. Desconsolados por no poder subir nos sentamos en uno de los bancos del andén a esperar el tren que nos llevaría de vuelta a Monterosso.
Al otro día, regresamos a Miami. En cuanto mi amigo Carlos lo supo, nos llamó enseguida para preguntarnos: «¿Qué les pareció Cinque Terre?». Nuestra respuesta no pudo ser otra que esta: «Es el secreto mejor guardado de Italia».
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
De secretos esta bota esta llena magnifica descripcion delle Cinque Terre
Pingback: Cinque Terre -El secreto mejor guardado de Italia- – Zoé Valdés