Por Carlos M. Estefanía.
Sendero de un parque de Estocolmo. Foto: Carlos M. Estefanía
Queridos compatriotas dispersos por el mundo:
Les escribo desde Suecia, no como un mero observador frío —aunque el clima lo sugiera—, sino como cubano exiliado que intenta comprender el país donde hoy vive, para reflexionar, desde esa experiencia concreta, sobre la Cuba que anhelamos: democrática, plural, respetuosa de los derechos humanos, con instituciones que respondan al ciudadano y no al revés.
Suecia no es un paraíso. Sus problemas existen, y hay debates donde ciertos límites ideológicos marcan lo que se promueve y lo que se evita. Un ejemplo evidente se encuentra en las bibliotecas: la literatura feminista y LGBTQ+ ocupa un espacio desproporcionado en relación con el interés real del público, mientras que textos de corte identitario, nacionalsocialista o masculinista rara vez son adquiridos. Esto, que no deja de ser una forma sutil de censura, se suma a otra tendencia: un predominio de la literatura de izquierda, especialmente cuando aborda Hispanoamérica. No es casual: desde hace décadas, tanto bibliotecarios como maestros parecen embrujados por las ideas socialistas. Y aunque los liberales y conservadores locales lo intenten, la influencia de sus ideas en estos sectores es limitada, en este terreno la estrategia gramciana recomendada para la batalla cultural es todo un éxito, para la izquierda, hay que reconocerlo.
Aun así, incluso con este desbalance y esas restricciones, el abanico de opciones sigue siendo mucho más amplio que en Cuba: aquí, dentro de la democracia liberal, es posible acceder a materiales diversos, contrastantes, críticos con la sociedad, algo que en la Isla sería impensable.
Así funcionó esta semana la democracia sueca escala municipal
La semana comenzó en Botkyrka, el municipio donde resido, con un episodio preocupante: un taxista fue agredido en Norsborg por pasajeros que se negaron a pagar. Hubo violencia física, destrozos materiales, y la respuesta de las autoridades fue inmediata y transparente. Nadie ocultó o maquilló el hecho, nadie lo convirtió en propaganda. La ley actuó con normalidad.
Para un cubano, acostumbrado a que la violencia cotidiana quede invisibilizada mientras la violencia del Estado se normaliza, este detalle no es menor. En una democracia funcional, incluso los conflictos pequeños importan porque revelan cómo opera el sistema.
En contraste, la noticia más alentadora llegó desde la educación. En la Kary La Escuela internacional, en un entorno social complejo, aumentó en un 20 % la proporción de estudiantes con acceso al bachillerato. No hubo campañas ideológicas ni reformas grandilocuentes: hubo trabajo pedagógico sostenido, atención al lenguaje, clima de calma y respeto, maestros que acompañan. Aquí no se habla de formar “hombres nuevos”, sino de ayudar a jóvenes reales a encontrar su lugar.
Pero no todo es ideal. Se observa una cierta desatención del sistema hacia la autoridad de los padres, y eso se refleja en la indisciplina y en la falta de ambiciones de algunos estudiantes, que buscan atajos peligrosos por la vía del delito o la evasión. Nosotros, además, lidiamos con problemas similares pero creados por vías distintas, y la degradación del objetivo educativo en Cuba ha sido sistemática desde los inicios del nuevo régimen: no solo en el aprendizaje o en la exigencia académica, sino en la descarada instrumentalización de la escuela para el culto a los gobernantes y el adoctrinamiento del partido comunista.
El mismo espíritu se observa en la política municipal hacia los jóvenes fuera del sistema educativo. En Botkyrka, funcionarios del Kommunala aktivitetsansvaret visitan los hogares de jóvenes entre 16 y 19 años para ofrecer orientación, no vigilancia. No hay amenazas ni expedientes políticos. Hay diálogo. En Cuba, un joven que no estudia o trabaja es rápidamente sospechoso; aquí, se le intenta sostener.
También la gestión ambiental ofrece lecciones: el lago Getaren muestra signos graves de eutrofización. La respuesta fue técnica: estudios, pesca de control, análisis de sedimentos. Todo documentado, todo público. En Cuba, bahías enteras han sido sacrificadas al abandono y al secretismo. La diferencia entre un Estado responsable y uno negligente se vuelve dolorosamente evidente.
Y mientras la vida cultural continúa: bibliotecas llenas, actividades para niños, conciertos de Lucía, parroquias abiertas como espacios comunitarios. La cultura no es aquí solo instrumento de control; sigue siendo un derecho cotidiano, aunque existan líneas ideológicas.
El resto del país: debates, tensiones y alertas
A nivel nacional, Suecia debatió intensamente algo que puede parecer menor: la exclusión de los padres de muchos actos de Lucía en guarderías. Las autoridades alegan protección emocional de los niños; otros denuncian la pérdida de tradición. Lo relevante no es quién tiene la razón, sino que la discusión es pública, plural y sin miedo. En Cuba, las tradiciones sobreviven a pesar del Estado; en Suecia, se negocian con él.
Más áspero es el debate sobre el endurecimiento del sistema penal juvenil. Editoriales cuestionan la deriva punitiva y advierten sobre soluciones simplistas. Incluso los defensores de las reformas reconocen dilemas éticos. En Cuba, la ley no se discute: se acata o se sufre.
La acusación contra Greta Thunberg en Finlandia por desobediencia civil ofrece otra comparación elocuente: nadie la difamó como agente extranjera ni la condenó antes de juicio; enfrenta un proceso legal con garantías. Eso es lo más parecido a un Estado de derecho que podamos concebir.
Igualmente, inquietante fue la advertencia policial sobre el riesgo de que niños sean llevados al extranjero durante las vacaciones en contextos de violencia de honor. El problema se nombra, se legisla, se enfrenta. En Cuba, otras violencias —políticas, institucionales, familiares— permanecen invisibles.
En el terreno cultural, una escena poderosa: el Nobel de Literatura László Krasznahorkai dialogando con estudiantes en Rinkeby, un barrio estigmatizado. “Ustedes son la esperanza”, les dijo. Pensé en cuántos niños cubanos podrían escuchar lo mismo si no crecieran bajo censura y pobreza estructural.
No faltaron episodios oscuros: en Västerås, la redacción del diario VLT fue atacada con excrementos. El hecho se denunció, se investigó y generó solidaridad pública. En Cuba, los ataques a periodistas independientes rara vez trascienden el susurro.
Finalmente, el debate geopolítico dominó las páginas de opinión: analistas suecos y daneses alertan sobre el giro de Estados Unidos bajo Donald Trump y sus efectos para Europa, la OTAN y la Unión Europea. Dinamarca habla claro; Suecia duda. Esa diferencia también es democrática: disentir sin temor.
Desde Escandinavia para la Cuba de Mañana
Suecia no ofrece modelos exportables sin más. Pero sí ofrece principios amplios y aplicables a la Cuba que vendrá: transparencia, debate público, respeto a la ley, centralidad del ciudadano. Tienen límites y pueden ser criticados desde la filosofía libertaria que profeso. Como programa mínimo para un nuevo proyecto de nación cubana, no están nada mal. Podemos inspirarnos en ellos y en las experiencias de nuestra diáspora. Cuando Cuba sea democrática —porque lo será— necesitará menos épica y más municipalismo; menos consignas y más instituciones; menos miedo y más prensa libre.
Desde el exilio, observar Suecia no es idealización, sino aprendizaje crítico. Y escribirlo, en este espacio, es una forma de seguir participando en el futuro de nuestro país. Suecia, aun siendo monarquía —otra cosa que no me seduce— se asemeja, en abstracto, a esa república soñada por Martí e incumplida por todo el revolucionariado que le siguió hasta hoy. Quizás esta sociedad nórdica nos aporte algunas piezas para construir la brújula, que nos lleve al sueño martiano, a las promesas tantas veces enarboladas y luego traicionadas por los que en su nombre llegaron al poder en Cuba.
Carlos Manuel Estefanía.
Cubano radicado en Suecia.















