Por Manuel C. Díaz.
Mi esposa Antonieta amaba Italia. Por eso, cada vez que planeábamos nuestras vacaciones, ella siempre encontraba la manera de visitarla. Fuimos tantas veces que ya nos quedaban pocas ciudades italianas por conocer. No sé cómo lo hacía, pero a última hora aparecía una en la que no habíamos estado, como ocurrió hace unos años cuando buscábamos un crucero con un itinerario interesante y descubrimos uno que comenzaba en Copenhague y terminaba en Génova.
Desde luego, hicimos la reservación ese mismo día y dos meses más tarde volábamos hacia nuestro destino, Copenhague, donde abordaríamos el crucero. La travesía, con paradas en puertos españoles y franceses, resultó espectacular. Cuando al fin llegamos a Génova, muchos pasajeros regresaron desde allí mismo hacia sus países. Nosotros, por supuesto, nos quedamos. Esa había sido la idea original: conocer la cuna de Cristóbal Colón y de paso visitar también algunos pueblos de la Costa Liguria, como Santa Margarita, Portofino y Camogli.
El primer día lo dedicamos a visitar los principales lugares turísticos de Génova y comenzamos por la Plaza de Ferrari, la más espaciosa y elegante de la ciudad, en cuyo centro se halla una gran fuente de bronce en la que los genoveses acostumbran a darse cita, y frente a la cual se alza una estatua ecuestre de Garibaldi.
Alrededor de esta inmensa plaza se encuentra la Ópera y la Iglesia del Gesú, así como la Galería Manzzini, y el edificio del Banco de Roma. Al final de uno de sus costados está el antiguo Palacio Ducal, hoy convertido en un importante centro cultural. En una de sus esquinas comienza la Vía XX de Septiembre, la principal arteria comercial de la ciudad, repleta de elegantes tiendas, hoteles, cines y restaurantes.
De la Plaza de Ferrari salimos hacia el área del puerto, donde se encuentra su famoso Acuario, uno de los más grandes de Europa, en cuyo interior pueden verse más de veinte mil especies marinas. Al igual que otras zonas portuarias del mundo, la de Génova también tiene su cuota de callejuelas oscuras en las que lo mismo pueden verse marineros que prostitutas. Y aunque fue remozada en 1992 para las celebraciones del 500 aniversario del primer viaje de Colón, la zona todavía retiene una aureola de leve decadencia urbana. Después de caminar un poco por el promenade que corre a lo largo de esa parte del puerto y de entrar en dos o tres de sus arcadas comerciales, decidimos regresar a la Plaza de Ferrari para cenar en alguno de los muchos restaurantes que hay en la Avenida XX de Septiembre.
Al otro día, temprano en la mañana, caminamos hasta la estación de trenes Brignole, en la plaza Verdi, muy cerca de nuestro hotel, donde compramos un boleto para Santa Margarita de Liguria. En realidad, lo que Antonieta quería era ir a Portofino, y la mejor manera de hacerlo era viajando primero a Santa Margarita y desde allí, por mar, llegar hasta Portofino. Y así lo hicimos. El viaje no toma más de una hora. Desde que el tren salió de Génova, el paisaje de la costa empezó a cambiar. De repente, el mar adquirió ese color azul que solo es posible ver en los cuadros de los grandes pintores, y comenzaron a aparecer pequeños pueblos que, entre las rocas y el mar, se extendían por toda la llamada Riviera del Levante.
Al llegar a Santa Margarita nos pareció que habíamos llegado al paraíso. La estación de trenes se encuentra en lo alto de un promontorio y desde allí podíamos divisar todo el pueblo, su ensenada y las montañas que lo rodean.
Santa Margarita es un lugar en el que no se advierte –como pudimos comprobar más tarde en Portofino- esa actitud de superior condescendencia hacia el turista promedio, típica de los lugares de veraneo del jet set. Fundada en torno al puerto, es uno de los más importantes destinos turísticos de la zona. Cuando en el siglo XVI la nobleza de Génova comenzó a construir sus principescas villas en los alrededores, la ciudad cobró importancia y adquirió ese ambiente elegante, tan propio de la Belle Epoque.
Nos gustó tanto Santa Margarita, que por un momento pensamos quedarnos allí en lugar de ir a Portofino. Pero fue sólo un momento. Ya podríamos hacerlo al regresar. Así que compramos los boletos del barco y hacia Portofino nos fuimos.
La verdad es que Portofino es muy bonito. Es también el resort más exclusivo de Italia. Cuando el barco comenzó a acercarse a su bahía, reconocimos el perfil que tantas veces habíamos visto en las postales turísticas. Delante de las coloridas fachadas de sus edificaciones pueden verse, atracados en los espigones, lujosos yates y grandes veleros de estilizada elegancia.
En Portofino no hay mucho que hacer. Es pequeño, y el área de la bahía y sus calles aledañas, se recorren en un par de horas. Hay muchas tiendecitas que venden todo tipo de artesanías; pero a precio de boutique de lujo. Los restaurantes también son más caros que los de Santa Margarita. Por eso, un poco después del mediodía, decidimos regresar a Santa Margarita. Pero esta vez lo hicimos en uno de los ómnibus que, a través de una estrecha y sinuosa carretera, hacen el recorrido entre los dos pueblos. Nos pasamos la tarde en Santa Margarita, entrando y saliendo de sus tiendas y tomando gelattos de todos los sabores. Antes de volver a Génova comimos en un restaurante frente a la bahía. Antonieta ordenó un risotto a la milanesa, que es a base de vino blanco, cebolla, azafrán y queso parmesano. Yo ordené un risotto de mariscos que venía con abundantes calamares, mejillones, almejas y camarones. Todo acompañado con una botella de vino Barbera, de las bodegas de Pio Cesare. Casi al anochecer, regresamos a Génova.
En nuestro plan inicial habíamos incluido una visita a Turín. Cuando al otro día ya estábamos a punto de comprar el pasaje, recordamos lo bien que la habíamos pasado en Santa Margarita y volvimos a embárcanos hacia la costa Liguria. Esta vez nos bajamos en Camogli, que es más pequeño que Portofino, pero muy bonito también. Sus casas, todas pintadas con colores pastel, se extienden entre una playa de guijarros grises y una ladera de pinos.
Después de comprar algunas baratijas hechas con conchas marinas, nos embarcamos en una lancha hacia San Fruttuoso, una villa de pescadores situada al otro lado de la península. En lo alto de una colina se levanta la Torre del Doria que, como un centinela, vigila la entrada de la bahía. Cerca de San Fruttouso se encuentran los cinco pueblos de Cinque Terra, quizás los más pintorescos de la costa. Pero ya eran casi las tres de la tarde y como no queríamos que nos cogiera la noche en el camino, regresamos a Génova. Al otro día, como el Almirante, partíamos hacia América. Solo que, en lugar de una carabela, lo hicimos en un avión.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.
Qué hermoso paseo y muy buen relato
Gracias por compartirlo
Hermosa manera de recordar a mi querida amiga
Gracias, querida Isabel.