Política

Alaska: Donde los gigantes se dieron la mano

Por Carlos Manuel Estefanía Aulet.

El viento helado bajaba desde las montañas y la tundra parecía contener la respiración. Allí, en un rincón del mundo donde Oriente y Occidente casi se rozan, se produjo un gesto que pasará a la memoria de la historia: Donald Trump y Vladímir Putin se encontraron frente a frente. No fue en Moscú ni en Washington, sino en Alaska, esa tierra que une y separa a la vez, donde las fronteras son geográficas, pero también simbólicas. No por gusto Putin recordó aquello de lo que nunca hablaba la historiografía soviética, el puente de suministros norteamericanos con base en Alaska a la URSS durante la segunda guerra mundial. Un apoyo sin el cual la victoria de Stalin contra Hitler habría sido imposible, por cierto.

El escenario elegido, la base militar conjunta de Elmendorf-Richardson, se convirtió en un teatro de poder. Ni la orden de arresto internacional contra Putin ni las sanciones que pesan sobre Rusia pudieron impedir que el líder del Kremlin pisara suelo occidental. Allí estaba, rodeado de sus hombres de confianza, Serguéi Lavrov y Yuri Ushakov, caminando junto al expresidente de Estados Unidos, rodeados ambos de banderas, himnos y desfiles militares. Era una imagen impensada, un choque de símbolos que, en segundos, dio la vuelta al mundo.

La sombra de Ucrania

Sobre la mesa reposaba un tema ineludible: la guerra en Ucrania, esa herida abierta que desde 2022 desgarra a Europa y mantiene al planeta en vilo. Trump pidió un alto el fuego inmediato, insistiendo en que Kiev no debía ceder territorios. Putin respondió con firmeza que las “preocupaciones legítimas de Rusia” eran innegociables y que el equilibrio de seguridad europeo debía restablecerse con nuevas líneas sobre el mapa.

No hubo acuerdo. Ni tregua, ni firma, ni paz inmediata. Pero, paradójicamente, tampoco hubo ruptura. En lugar de ello, los dos líderes se declararon satisfechos, calificando el encuentro como “productivo”. Palabra ambigua, pero cargada de potencial: un hilo de comunicación había sido tejido en medio del hielo.

El gesto y la palabra

La rueda de prensa posterior dejó una de esas frases destinadas a la posteridad. “Si yo hubiera estado en la Casa Blanca, esta guerra nunca habría empezado”, proclamó Trump con su habitual teatralidad. Putin, que rara vez otorga crédito a sus interlocutores occidentales, no dudó en asentir, confirmando las palabras de su anfitrión.

Ese instante, esa coincidencia inesperada, fue como un relámpago en la tormenta. Por primera vez desde el inicio del conflicto, el mundo vio a los dos protagonistas más imprevisibles del tablero global hablar en sintonía sobre la posibilidad de otro destino.

 

Voces en contra, ecos de protesta

No todos celebraron el encuentro. En las calles de Anchorage, decenas de manifestantes alzaron carteles con consignas que acusaban a Putin de criminal y a Trump de cómplice. Banderas ucranianas ondeaban bajo la lluvia ligera, recordando que la guerra seguía ardiendo a miles de kilómetros de distancia.

En Europa, los gobiernos reaccionaron con cautela. Algunos vieron en la cumbre un resquicio de esperanza, otros la interpretan como un movimiento unilateral de Trump que podía debilitar la unidad occidental frente a Moscú. Pero nadie pudo ignorar el poder de la imagen que había recorrido el planeta: Putin y Trump juntos, dialogando, sonriendo, estrechando manos.

 

La intimidad del poder

Más allá de las posturas, lo que marcó la diferencia fue la cercanía personal. Lejos de las frías formalidades diplomáticas, Trump y Putin se mostraron como viejos conocidos. El republicano incluso invitó al ruso a recorrer en su limusina presidencial parte del trayecto, un gesto que parecía sacado de una película política y que sorprendió a propios y extraños.

Ese vínculo personal suavizó el tono de la reunión. No derribó muros de inmediato, pero sí abrió puertas para el futuro. Se habla ya de una próxima cita en Moscú, una idea que hasta hace unos meses habría parecido absurda.

 

Alaska como metáfora

El encuentro fue más que una reunión política. Fue una representación cargada de símbolos. Putin, aislado durante años, rompía su cerco internacional. Trump, ávido de mostrar que es capaz de negociar lo que otros no han logrado, se erigía como mediador de una guerra que ha puesto al mundo al borde del abismo.

En la práctica, no se levantaron sanciones, no se firmaron tratados, no se pactó el fin de la guerra. Pero lo que sí se logró fue romper el silencio. Y en la historia de las relaciones entre potencias, a veces un gesto basta para torcer el rumbo.

 

Conclusión: la grieta en el hielo

La cumbre de Alaska no fue la paz, pero fue su presagio. Fue la grieta en el hielo eterno que separa a Washington de Moscú. Allí, donde las montañas vigilan un océano helado, dos hombres poderosos decidieron, aunque fuera por unas horas, abandonar la confrontación y apostar por la palabra.

Quizá los libros de historia recuerden este día no por los acuerdos que no se firmaron, sino por la imagen que se proyectó: la de dos gigantes enfrentados que, en la tierra del frío y el silencio, decidieron darse la mano.

Alaska quedará grabada como el lugar donde el hielo empezó a quebrarse. Y en ese resquicio de diálogo, el mundo entero volvió a soñar con la posibilidad de la paz.

Carlos M. Estefanía Aulet, es un disidente cubano radicado en Suecia.

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