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Adiós a Waldo

Por Zoé Valdés.

Frente a su obra quedaba absorta, perdida en el color y oculta tras los símbolos, esos iconos detrás de las rayures y fórmulas. La pintura de Waldo Díaz-Balart era una fórmula infinita, una ecuación que llevada hasta el extremo brindaba mayores deseos de continuarla en su interpretación. La pintura de Waldo también era escritura, una caligrafía antigua, donde la significación de bandera, patria, libertad, se introducían de manera independiente, insólita, y sin ninguna traza de ambigüedad. Él mismo me lo confesó en su estudio: esta es una bandera cubana, y yo la vi donde nadie la vio. Luego me habló de aquel corcel blanco, y de su jinete, como una rosa blanca, como si cabalgara entre el lineado de la campiña cubana.

Cuando lo visitaba, nos íbamos a comer lentejas al doblar de su casa, tomados de la mano; siempre me tomaba de la mano y yo podía sentir su dulzura: «Las mejores lentejas de Madrid», aseguraba, con esa sonrisa franca, pícara, y las pupilas azules brincándole como unas niñas juguetones en la orilla de la playa de Sorolla, allá en el Museo de Bellas Artes de La Habana. Waldo contagiaba de felicidad, visitar la Feria de Arco juntos y recorrer las galerías con él, con Gustavo Valdés y Cepp Selgas, ha sido de las mejores y más hermosas experiencias de mi vida.

Descansa en paz, Príncipe del Arte, eterno mío, Waldo.

Con Waldo Díaz-Balart, en Arco, Madrid
Con Gustavo Valdés y Waldo Díaz Balart, en Arco, Madrid
En la Galería Ramón Unzueta, en Miami, con queridos amigos
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