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A propósito del XVII Domingo del tiempo ordinario

Padre Alberto Reyes

Por el padre Alberto Reyes Pías, sacerdote cubano.

Evangelio: Lucas 11, 1-13.

Solemos pensar que una oración es respondida cuando obtenemos lo que hemos pedido, como si nuestra oración tuviera como objetivo lograr que Dios haga lo que nosotros queremos. No es que no tenga sentido pedir, pero el verdadero objetivo de la oración no es “lograr lo que queremos”.
¿Cuál es le contexto de la oración de petición?
Por una parte tenemos una certeza: que Dios nos ama y sabe lo que hace, que Dios no va a permitir que llegue a nuestra vida nada que no podamos enfrentar, y que Dios no va a permitir que llegue a nuestra vida nada que no contenga una bendición.
Por otra parte, tenemos la experiencia de que, muchas veces, no se ha hecho realidad, ni de lejos, lo que hemos pedido no solo con fe sino también con insistencia: el fin de una enfermedad, que no muera alguien, sobre todo si es un niño o un joven, que no nos afecte algún fenómeno natural, que cese una realidad familiar o social que nos hace daño…
Ademas, la oración no nos ha evitado situaciones de injusticia, de abandono, de soledad, de traición incluso, como no evitó que Cristo muriera en la cruz.
¿De qué sirve, entonces, rezar? ¿De qué sirve pedir a Dios que no llegue lo que no va a dejar de llegar, o que se vaya lo que va a permanecer?
Dios siempre escucha, no puede no escucharnos, pero no se reza para hacer cambiar a Dios, no se reza para obtener algo de Dios, sino para que seamos capaces de comprender lo que Dios quiere darnos y enseñarnos con cada cosa que permite. Una oración es respondida no cuando Dios hace lo que queremos sino cuando Dios nos concede su luz para pensar como él, para ver la realidad como él la ve, para entender la vida según su lógica y descubrir las bendiciones que encierra la realidad que toca nuestra existencia.
Una oración es respondida cuando nuestros pensamientos y sentimientos son puestos en sintonía con la mirada de Dios.
Obviamente, a nosotros nos toca hacer todo lo que esta en nuestras manos para que cambien las cosas que queremos cambiar. Nos toca atender la salud, propia o ajena, nos toca dar un consejo, asegurar la casa contra el huracán, denunciar la injusticia, luchar contra los regímenes sociales injustos que esclavizan la vida social…, todo eso nos toca.
Y nos toca poner todo eso en manos de Dios a través de la oración, nos toca decirle a Dios cuanto amamos a aquellos que están enfermos o cuanto nos preocupa nuestra salud, cuando nos inquieta el huracán que viene, cuanto nos duele la soledad, la traición o el abandono, cuanto nos lacera la injusticia social, cuanto ansiamos la libertad frente a regímenes injustos o la represión de los poderosos… Todo eso podemos y debemos ponerlo en las manos de Dios en la oración, y no esta mal decirle a Dios como querríamos que fueran las cosas, pero…, es importante este “pero”, porque a partir de ese pero viene lo que necesitamos pedir, el centro de nuestra oración, porque desde esas realidades, pedimos:
Que frente a esas situaciones que no queremos pero que, de momento, existen y tenemos que enfrentar, Dios nos ayude a entender cual es el don oculto en nos ofrece, qué es lo que Dios quiere que aprendamos o entendamos, qué sensibilidad quiere Dios que despierte en nosotros, a dónde quiere Dios que dirijamos nuestra mirada.
Que Dios nos ayude a estar a la altura de las respuestas que esas situaciones necesitan.
Que en todas y cada una de esas situaciones, Dios nos ayude a poner un corazón de hijo suyo y hermano del otro, para aprender a “estar” de modo eficaz junto al enfermo, al abandonado y al traicionado; para dar la mano a los demás que han sufrido las inclemencias de la naturaleza, para no olvidar que el injusto o el represor es también un hermano…
Por eso Jesus pide que recemos con insistencia, porque necesitamos tiempo para poner nuestra mirada en sintonía con la mirada de Dios, y desde el dolor inevitable de la vida, aprender a responder desde la paz, desde la armonía interior y desde la condición de hijo suyo y hermano del que tengo delante, sea para cuidarlo, para levantarlo o para perdonarlo.

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