Por Manuel C. Díaz.
Han pasado 60 años desde que el 5 de agosto de 1962, a las cuatro de la mañana, el sargento Jack Clemmons, del Departamento de Policía de Los Angeles, recibiera una llamada del doctor Hyman Engelberg, médico personal de Marilyn Monroe, informando que había encontrado muerta a la actriz en su casa de Brentwood. A partir de esa llamada y hasta el momento de su entierro, tres días después en el Westwood Memorial Cemetery, una nube de misterio comenzó a envolverlo todo.
A la escueta noticia sobre el hallazgo del cuerpo le siguieron otros reportes (redactados todos en el mismo tono de crónica policial) en los que se mencionaba la presencia de barbitúricos en su organismo. También se citaba al doctor Thomas Noguchi, de la morgue del Condado de Los Angeles, catalogando su fallecimiento como un “probable suicidio”, lo que provocó una avalancha de teorías conspirativas en las que se mencionaba a John y Robert Kennedy, quizás porque una de las últimas personas con las que Marilyn conversó esa noche por teléfono fue Peter Lawford, cuñado de los Kennedy, a quien le dijo antes de colgar y supuestamente refiriéndose al Presidente: “Dile adiós a Jack”
Pero más allá de si la sobredosis fue deliberada o accidental, o si fue administrada por ella misma o por Eunice Murray, su ama de llaves. Más allá también de las inconsistencias en las declaraciones iniciales y de los morbosos detalles de su muerte y de las sospechas de que fue asesinada, ha quedado su leyenda: la de una niña pobre que pasó sus primeros años en hogares sustitutos (su padre ausente y la madre institucionalizada en hospitales psiquiátricos) y logró convertirse, a pesar de los obstáculos, en un mito de la industria cinematográfica.
Nacida el 1ro. de junio de 1926 en el Hospital General de Los Angeles, fue inscrita como Norma Jean Mortense, aunque más tarde la madre utilizó el apellido de su primer esposo, Baker, para bautizarla. En esa fecha, de acuerdo con uno de sus biógrafos, Donald Spoto, su madre trabajaba en un laboratorio fotográfico, donde conoció a Grace McKee y con la cual comenzó a asistir a fiestas y bailes. Al comprender que su hija le estorbaba para su nuevo estilo de vida, la entregó al hogar sustituto de la familia Bolender, donde permaneció siete años.
Lo demás es, como se dice, historia. O, mejor dicho, leyenda, la que se fue tejiendo a lo largo de su ascenso al estrellato, primero como modelo y después como starlet en la Twentieth Century Fox, en papeles de poca importancia, hasta que en 1950 su actuación en la Jungla de asfalto y Todo sobre Eva, le abrieron las puertas de su primer papel protagónico en Niágara, junto a Joseph Cotton.
Sin embargo, a pesar de las buenas críticas recibidas, en las tres películas siguientes (Los caballeros las prefieren rubias, Cómo casarse con un millonario y La comezón del séptimo año) los estudios la encasillaron en el papel de la típica “rubia tonta”, lo que la motivó a tomar clases en el famoso Actors Studio. Esa fue, quizás, una de sus más acertadas decisiones profesionales. Cuando su próxima película, Bus Stop (con la que obtuvo una nominación al Golden Globe), fue estrenada, el New York Times escribió: “Al fin Marilyn Monroe ha demostrado ser una actriz”.
A partir de ese momento, su carrera comenzó a cimentarse. Su siguiente filme fue el Príncipe y la corista, dirigida y actuada por Laurence Olivier, quien a pesar de haber elogiado el talento de Marilyn en un principio (“Es una comediante brillante, y, por lo tanto, una buena actriz”) terminó censurando sus malos hábitos y los de su séquito en el set londinense. Sobre todo, el de Paula Strasberg, su drama coach, que interfirió constantemente durante la filmación.
Para cuando Marilyn regresó en 1956 a Nueva York, podría decirse que comenzó su caída. Despidió a su viejo amigo Milton Greene como vicepresidente de su compañía productora de películas y comenzó a visitar a la psiquiatra Marianne Kriss cinco veces a la semana. Junto a su tercer esposo, el dramaturgo Arthur Miller (antes había estado casada con el pelotero de los Yankees Joe DiMaggio) se retiró a Long Island y trató de formar una familia; pero sufrió un embarazo ectópico (el óvulo fertilizado se desarrolla fuera del útero) que se hizo necesario interrumpirlo.
Destrozada emocionalmente, Marilyn comenzó a beber y a tomar pastillas para dormir. Eventualmente, en julio de 1958, regresó a Hollywood a filmar la película Algunos prefieren quemarse, junto a
Tony Curtis y Jack Lemmon, y dirigida por Billy Wilder. Pero su errática conducta no mejoró. Al contario, siguió empeorando. Marilyn llegaba tarde y sin haber memorizado sus líneas de diálogos; bebía a escondidas y lloraba por cualquier motivo. Wilder le confesó a Spoto que “había días en que quería estrangularla”. La película terminó siendo tremendamente exitosa con seis nominaciones al Oscar, y otro Golden Globe para Marilyn. Pero su vida personal continuó siendo un desastre. En enero de 1961, después de finalizar la película The Misfits, junto a Clark Gable, se divorció de Miller. Su comportamiento se tornó suicida y fue internada a en la clínica psiquiátrica Payne Whitney, en Nueva York.
Enterado de lo que ocurría, Joe DiMagio acudió en su ayuda y logro sacarla de la clínica. Pero ya el final estaba cerca. Fue el propio DiMaggio quien organizó su funeral, una ceremonia privada (muchos de sus amigos de Hollywood, entre ellos Frank Sinatra y Dean Martin, fueron expresamente borrados de la lista de invitados por el mismo DiMaggio) a la que asistieron pocas personas y que comenzó con los acordes de la Sexta Sinfonía de Tchaikovski y terminó, por deseo de Marilyn, con la conmovedora Over the Rainbow, de Judy Garland. En el jarrón adosado a su cripta, un sencilla ramo de rosas rojas. El mismo ramo de rosas rojas que nunca faltó en su tumba mientras vivió DiMaggio, tal vez el único hombre que verdaderamente la quiso.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.
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