Por Zoé Valdés/El Debate.
El gobierno de Egipto recién ha protestado contra Netflix por la decisión de esta plataforma de producir y exhibir una serie televisiva sobre una Cleopatra que ellos decidieron que fuera negra. Lo cierto es que según algunos historiadores optimistas –como si su opinión pesara algo hoy en día– han esclarecido (cuidado con la palabra en este caso) la duda de que, por sus orígenes, esculturas y hasta retratos pintados de la época, Cleopatra no pudo ser morena, sino blanca nívea, y por el contrario de ninguna forma negra chapapote. Pero eso, tal como van los tiempos, ¿a quién le importa? En verdad a muy pocos. Es más, de la gente que ve Netflix, ¿sabrá alguien quién era Cleopatra? Cabe la duda, «si se quiere», que diría mi madre. Si ni siquiera a la realizadora de la serie le importa, tal como ha declarado, por qué debiera interesarle a quienes verán esa cosa como una reivindicación más de no sé qué…
No es la primera vez que Netflix se mete en estos líos, aunque hasta ahora ningún gobierno había protestado con la contundencia que lo ha hecho el egipcio. Vale recordar que, con Ana Bolena, también negra carbón para la plataforma en cuestión, el gobierno británico no dijo ni pío, ni esta boca es mía. Pero así vamos en Europa.
No se pregunten si a la inversa esto sería posible, o sea, si el afroamericano Martin Luther King pudiera ser interpretado por Brad Pitt, blanco y rubio, si en cambio se aceptara que las criadas negras del filme Lo que el viento se llevó (película prohibida también, como el libro) se permitiría que fueran representadas por actrices blancas; la respuesta es que no, porque semejante inversión de colores de piel sería considerada, como mínimo, apropiación cultural, que además está penado por la ley en Estados Unidos, donde una negra puede llevar trenzas rubias, y un cantante negro, como Michael Jackson puede blanquearse la piel, pero ningún blanco puede hacer gala siquiera de su ascendencia negra, ni aunque la tuviese en su árbol genealógico.
Pero, en el lado correcto, siempre según los de Netflix, esta vez soy yo la que se pregunta si se atreverían a tanto como a filmar una versión televisiva o cinematográfica de un Lenin afro, o un Stalin mulatico, y quién sabe si de un Che Guevara cuyos cabellos fuesen atisbados como el flamante espendru de Ángela Davis, la terrorista de los Black Panther (hoy pacifista y defensora de los DDHH, según Wikipedia), a la que tampoco Penélope Cruz podría interpretar por mucho Óscar, agradecimientos incluidos a Harvey Weinstein y Pedro Almodóvar, que tuviere.
Por otro lado, veo que la revista Vogue ha dedicado tres portadas a mujeres enfermas o incapacitadas: una con síndrome Down, la segunda a otra de estatura reducida al nacimiento, o sea, enana (cuidado, segunda palabra prohibida), y la tercera una señora negra tizón, jorobada, en un carro de impedida física. No entiendo qué tipo de reivindicación persiguen en estos casos, pero lo que a mí me salta a la vista, sin pensarlo dos veces, es la burla. La burla contra estas tres personas, y la burla zafia contra los lectores de la revista.
Vamos a ver, lo que no me explico, o no acabo de entender, es por qué razón se han prohibido los «fenómenos de circo», llamados así de toda la vida, en los circos reales y, por otro lado, se les coloca en las portadas de la revista haciéndoles pasar un ridículo que no tiene parangón con nada…
Zoé Valdés. Escritora y artista cubana e hispano-francesa. Nacida en La Habana, Cuba, 1959. Caballero de las Artes y Letras en Francia, Medalla Vermeil de la Ciudad de París. Fundadora de ZoePost.com y de Fundación Libertad de Prensa. Fundadora y Voz Delegada del MRLM. Ha recibido numerosos reconocimientos literarios y por su defensa de los Derechos Humanos.