Por Juan Abreu/Voz Pópuli.
Mi madre iba, al llegar la primavera, a ver los tulipanes. Desde Aluche, a ver los tulipanes al Paseo del Prado. En esos tiempos estábamos vivos, parte de la familia en Miami y la otra en Madrid. Y digo estábamos vivos porque cuando murió mi madre en 1995, atropellada por un coche, todos sus hijos morimos. La muerte es aquello en lo que se convierte el mundo cuando ya no puedes ver a tu madre nunca más.
Sí, ya sé, literatura, ficción, pero ¿qué otra cosa hay? No hay ninguna forma de durabilidad humana, excepto la de llegar a ser de palabras. ¿La sangre? Ja, ja. Poesía. ¿Los genes? Sólo se transmiten, cada vez en menor medida, por siete u ocho generaciones (Dawkins). Después de ese tiempo todos volvemos ser extraños para todos.
Ser de palabras. Es lo que cualquier escritor, no un literato, aspira a conseguir. Y no me refiero a escribir un libro que, por su significado o belleza, o ambos, perdure en la memoria de los hombres. Me refiero a escribirse, o escribir a alguien querido, y que tú o ese alguien querido se convierta en un ser de palabras. La palabra personaje no basta en este caso, se trata de lograr ser de palabras. Ser de algo que escape de la materia orgánica en vías de descomposición al que la biología nos ha condenado. Para mí, este es el mayor triunfo sobre la extinción al que podemos aspirar.
El Gobierno español de aquella época, era el inicio de la década de los ochenta, dejaba entrar a los cubanos, pero no trabajar
Como mi madre no podía por sus propios medios, apenas sabía leer y escribir, sus hijos nos hemos dedicado a hacer de ella un ser de palabras. Para que no se extinga, al menos en la medida en que nosotros la convirtamos en un ser de palabras. De eso trata toda nuestra escritura. Nunca sabremos si lo hemos conseguido, pero sólo un malvado podría decir que no lo hemos intentado.
A mi madre le gustaba Madrid, aunque sufría mucho su invierno. Le gustaba, a pesar de las penurias económicas. Que eran muchas, como es natural, para unos recién llegados a España, sin dinero y sin trabajo. El Gobierno español de aquella época, era el inicio de la década de los ochenta, dejaba entrar a los cubanos, pero no trabajar. Mi hermano José tenía que hacerlo a escondidas para mantener a la familia. Mi padre, que tenía casi diez años menos de los que tengo yo ahora, se hizo enseguida chatarrero y construyó un tosco carretón con el que recorría las calles madrileñas en busca de chatarra que vender. Era un hombre de antes, de los que consideraba el trabajo un honor. En Madrid eran libres, se les consideraba personas, seres humanos y no piezas de una imbecilidad ideológica y “revolucionaria”. Mi hermano José siempre cuenta emocionado cómo casi se echa a llorar cuando en un bar le llamaron por primera vez, señor. También los españoles gustaban a mis padres, aunque mi madre se espantaba de que en su edificio algunos llenaban la bañera una vez a la semana y por allí iba pasando toda la familia. Sin cambiar el agua. Y regañaban a mi madre por ducharse todos los días. ¡Pero Conchita, qué desperdicio! ¡Con lo cara que está el agua! Y en cuanto a mi padre, pronto se hizo amigo de las chicas de la pastelería, y cuando estas le preguntaban, ingenuas primero y después pícaras, señor Abreu cómo quiere los bollos, él respondía sonriente, peludos. Y las muchachas se largaban a carcajear. A mi padre debo mi sentido del humor, feroz, es verdad, pero también gozoso, lúbrico y vivificante…
Pulse aquí para continuar leyendo en la fuente.
Juan Abreu es escritor y pintor, cubano, vive exiliado en Barcelona.