Por Federico Jiménez Losantos/LD/Redacción ZoePost.
Con Joseph Ratzinger se va uno de los personajes más notables de la Europa del Siglo XX. Con Benedicto XVI muere el último gran Papa de la civilización católica, a la que pertenece la España que aún se pertenece; un hombre dedicado a estudiar, comprender y tratar de explicar a los demás cómo podían convivir el Verbo y la Cosa, la Fe y la Razón, Occidente y la Cruz, esos dos milenios a la sombra de la Cruz que han definido Occidente. Está a la vista que la pérdida de los valores éticos asociados al catolicismo ha producido no sólo el hundimiento de determinadas certezas, sino de algo sin lo que es imposible establecer una idea moral: el valor de la certeza misma.
Contra el comunismo y el islamismo
No es posible dar marcha atrás en la Historia, aunque ésta abunde en toda clase de resurrecciones e involuciones que buscan negar la Historia misma. El comunismo, el peor enemigo de Occidente desde hace un siglo y a cuya crítica dedicó buena parte de su vida Ratzinger, es justamente eso: la negación de la realidad en nombre de la deificación de la voluntad humana, sin respetar los límites de la razón y la verdad de las cosas, que solemos llamar realidad. El alarmismo climático es la última versión de esa fantasía de omnipotencia humana sobre la Naturaleza. Bertrand Russell, tras visitar a Lenin en Moscú, definió el comunismo como una “religión práctica” al modo islamista. Por eso Ratzinger, teólogo de guardia de Juan Pablo II contra la Teología de la Liberación, un leninismo a lo divino que busca arrancar las raíces cristianas, liberales y democráticas de Occidente, lo combatió siempre. Y por eso Benedicto XVI, en su primer discurso como Papa, en Ratisbona, criticó la Yihad, núcleo duro del Islam.
Ratzinger era un aristotélico –el gran especialista en Santo Tomás— con alma neoplatónica; un místico de la Fe –de ahí su amor por lo español— que políticamente se veía moralmente impelido a actuar según la razón. En teoría, Fe y Razón son tendencias incompatibles, en la práctica, es posible llegar a un terreno común, el de la civilización, cuyo premio es la belleza. Sus textos sobre arte y religión nos muestran un temperamento exquisito, una delicadeza para apreciar el brillo trascendente de lo intrascendente sólo en apariencia; de lo más humilde que entreabre la puerta de la iluminación, de una forma modestamente lírica de Revelación que no es la del Verbo, sino el encuentro con lo real, la lectura de la diferencia, el culto a lo demás.
Ratzinger fue un pensador que no vaciló ante la complejidad, de ahí la amplitud y variedad de sus campos de reflexión, pero sin perder de vista lo esencial de la doctrina. La doctrina esencial y lo esencial de que haya doctrina. Por eso, ya papa, invitó a Hans Küng, su antiguo amigo y rival, envés de Urs Von Balthasar, el otro gran teólogo wojtiliano, pero también, desde sus primeras encíclicas sobre la caridad, se empeñó en marcar la diferencia del catolicismo con el protestantismo y el laicismo. La caritas, eso que antiguamente se llamaba “buenas obras”, se alza ante la Sola Fide luterana; y quizás eso marca la diferencia católica, la de la moral y la ética –en última instancia, política– en la relación con el mundo. La Fe, nos dicen, “es esencial… pero no basta”. Entonces, nos decimos, no será tan esencial. Y a partir del hecho discutible, se abre el debate y el derecho a debatir, que es algo imposible en el Islam, siempre de vuelta a los orígenes, a la Yihad. Y eso es lo que quiso subrayar Benedicto XVI en su discurso de Ratisbona…