Por Manuel C. Díaz.
A finales de la década de los años cincuenta, a pesar de la difícil situación política del país, la industria hotelera cubana estaba en pleno desarrollo. Había pocos turistas, es cierto; pero se construían hoteles a la espera de ellos.
En abril de 1957, el Hotel Capri abrió sus puertas; en diciembre lo hizo el Riviera y el 19 de marzo de 1958 se inauguró el Hotel Habana Hilton, que sería el más grande de todos.
Un año antes yo había comenzado a trabajar como mensajero en las oficinas que la Hilton Hotels International había abierto en La Habana para ultimar los detalles de la apertura. Una de mis tareas consistía en servir de enlace entre los arquitectos de la firma estadounidense Welton Becket y los de la cubana Arroyo y Menéndez, que habían sido los encargados del proyecto desde sus inicios.
En realidad, lo único que yo hacía era recoger los planos más recientes del hotel de manos de los ingenieros y llevárselos a los ejecutivos de la Hilton International. Lo de “enlace” no era más que un rimbombante eufemismo laboral de la época.
Corrían los últimos meses de 1957 y ya el Habana Hilton se alzaba majestuoso en las alturas de La Rampa. Los vecinos de esa parte del Vedado y los que trabajaban en sus alrededores lo habían visto levantarse, poco a poco, desde sus cimientos. Todos sabían que estaba casi terminado, pero nadie sabía cuándo se inauguraría. Creo que todos supieron que la fecha estaba cerca cuando una mañana, para asombro de los que caminaban por la calle L, comenzaron a adosar la cerámica de su fachada principal.
Yo también me asombré ese día al llegar al hotel. Recuerdo que vi los andamios ya levantados y a los obreros cementando la pared de izquierda a derecha para después ir fijando en ella, en el mismo orden en que venían empacados, grandes paños cuadrados de vidriosas teselas color azul cielo sobre las cuales, entre una variada gama de tonalidades celestes, podían verse ondulados trazos en blanco y negro.
Era como armar un rompecabezas. Con cada pieza colocada surgían nuevas y estilizadas figuras geométricas: rectángulos, rombos, triángulos, líneas y curvas; muchas semejaban frutas; otras parecían abanicos abiertos entre los marcos de vitrales antiguos.
Tres semanas después, cuando ya casi toda la pared estaba cubierta por la cerámica, uno de los albañiles, que no acertaba a comprender aquel acertijo pictórico, le preguntó al que dirigía los trabajos: «Pero ¿qué cosa es esto?» La respuesta fue: «Es un mural de Amelia Peláez». Supuso que eso contestaba la pregunta y siguió revisando unos planos.
Desde luego, no la contestaba. La mayoría de los que allí trabajábamos no sabíamos quién era Amelia Peláez. Mucho menos que el gigantesco mural (medía setenta metros de largo por diez de alto) se titulase Frutas cubanas.
Lo supimos, claro, después. El hotel estaba a punto de ser inaugurado y numerosos toques finales eran de carácter artístico: fuentes, esculturas, pinturas y murales. Para muchos de nosotros, aquel primer contacto con el arte nos abrió las puertas de un mundo desconocido. Por ejemplo, en el segundo piso, en una de las paredes del Antilles Bar (una generación de cubanos lo conoció más tarde como «las cañitas del Habana Libre»), descubrimos asombrados la belleza de unas terracotas de Portocarrero que, en concordancia con la decoración del lugar, habían sido bautizadas acertadamente como Historia de las Antillas por el propio artista. En ese mismo piso pudimos admirar, aunque no entendiésemos sus caprichosas figuras, un inmenso óleo de Lam que colgaba en la entrada del casino.
En el centro del lobby, emergiendo de una fuente y rodeada de plantas tropicales, una escultura metálica de Rita Longa llamada La Clepsidra dominaba todo el espacio. Otro mural de cerámica adornaba la esquina donde convergían las calles 23 y M, frente al edificio de la CMQ por un lado y a la funeraria Caballero por el otro. Era de Cundo Bermúdez y sobre un mar de esmeralda, encapsulados en burbujas, flotaban extraños peces de color ocre.
Había obras de arte en todos los rincones del Hilton, pero ninguna como el gigantesco mural de la fachada principal. Ahí estuvo, para asombro de los habaneros que pasaban frente al hotel, hasta el día en que una de sus esquinas, la que estaba sobre una sección de la piscina, fue desprendida de la pared por el viento de cuaresma y cayó sobre Zita Coalla, una conocida bailarina de Tropicana que tomaba el sol junto a su novio. Ambos quedaron casi sepultados bajo los pedazos de cemento seco y sangrando por las cortaduras de los filosos cristales de la cerámica. Los dos murieron más tarde en el hospital Calixto García. Era el Viernes Santo del año 1960.
Ese accidente selló el destino del hermoso mural de Amelia Peláez pues, por el peligro que representaba, fue enseguida removido y sustituido por una capa de pintura azul. Dos meses después, el Habana Hilton Hotel fue nacionalizado. La historia ya la conocemos. Al poco tiempo, una a una, las otras obras de arte fueron desapareciendo: el óleo de Lam fue descolgado de la pared del casino y jamás lo volvimos a ver; el mural de Cundo, junto con sus burbujas y peces ocres, fue desmontado por secciones y terminó siendo olvidado para siempre. La escultura de Rita Longa también desapareció. Igual que el nombre del hotel que, desde aquel día, pasó a llamarse Habana Libre.
En el letrero lumínico del último piso sustituyeron la palabra Hilton por Libre, pero el resplandor de las letras, por alguna misteriosa razón, era diferente. En las noches, el neón azul de la palabra Habana brillaba en la altura. A su lado, la palabra Libre palidecía.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
Desastre!
Se podrá establecer un inventario claro y preciso de las obras de arte que adornaron el hotel Habana Hilton en 1958