Por Zoé Valdés.
Uno de los hombres más libres que he conocido se llama Ernesto Díaz Rodríguez. Hace algún tiempo, en una conversación en Madrid en un ascensor donde se hallaban presentes varios amigos, todos Presos Plantados, entre ellos Mario Chanes de Armas, Eusebio Peñalver, Ángel de Fana, José Pujals Mederos, Ernesto nos hizo reír cuando manifestó que nunca se había sentido tan bien como cuando estuvo preso esos 22 años, condenado por el régimen de Castro a más de 40. Yo podía intuir por qué lo decía, aunque lo hubiese soltado en ese tono divertido y desenfadado con el que aborda de manera sencilla sus actos de valentía y coraje: lo dijo porque lo sentía, porque es su verdad más grande. Incluso detrás de las mazmorras, este pescador oriundo del pueblo de Cojímar, supo aprender desde el pensamiento como único latido vigoroso a liberarse mediante una palabra asida a otra, y esa otra al espíritu.
Entre los poetas que la vida me ha regalado, Ernesto Díaz Rodríguez ocupa un espacio principal y esencial. Hombre y poeta nutren mis referentes de ejemplaridad esenciales y literarios. Su sensibilidad lírica es animada con la verdad del hombre que supo enfrentar la muerte, el dolor, la ausencia, la separación, la distancia, con el alma plena y abierta a la creación y a la escritura.
Por experiencia puedo afirmar que escribir no libera, más bien lo contrario, recluye, apresa los sentidos. Puedo suponer que, para un patriota encarcelado, como lo fue Ernesto, escribir era elegir entre hundir la pluma en la página enchumbada en sudores y remover la llaga que dejan las palabras, aferrarse a ellas, o dejarlas volar, en una fuga inextricable. Optó por lo primero.
Las heridas reales, sin embargo, dolían mucho más, pero Ernesto eligió mitigar con el aliento del misterio, escribir poemas de amor, versos infantiles, clamores de emancipación dedicados a esas mujeres que, al igual que él, Presas Plantadas, resistían del otro lado de los muros que levantó la tiranía entre los cubanos.
Ernesto siempre ha sido, allí donde va, donde esté, un hombre libre, un bardo excepcional cuya lira imaginaria cantó a los niños, a los enamorados, a las mujeres, a su tierra (Cuba), al mundo, desde esa libertad interior que cura de manera eficaz, aunque dilatadamente, las más terribles ulceraciones.
También, perdonen por la anécdota, hace todavía más años, visité en la ciudad francesa de Clermont-Ferrand un castillo medieval, allí los anfitriones me contaron que, en época remota, en una de las torres encerraban a las mujeres consideradas brujas para luego quemarlas en la hoguera; una de ellas marcó la piedra con un potente anillo y repujó la palabra: ‘Résister’ (Resistir).
Evoco hoy emocionada con ustedes este instante, porque escribir poesía es una hermosa forma de resistencia, pero escribirla en una celda es todavía más una sugerente y bella manera de entrega absoluta a la libertad del ser humano, y a la voluntad que nos entrega Dios cuando escribimos, pues como bien decía Truman Capote: “Cuando Dios da un don, también entrega un látigo”.
Ernesto Díaz Rodríguez ha sabido hacer con el sereno y espléndido poemario En las Alas del Viento, ahora publicado, una magnífica donación de fe detrás de cada fuetazo de la vida. Sus versos constituyen una ofrenda, un legado desde la verdad, la compasión, la libertad y el sacrificio, a la grandeza de ser cubanos, y más específicamente en mi caso: cubana. Después de leerlo y apreciarlo me siento más comprometida, más cubana y más escritora que nunca.
Muchas gracias, querido hermano Ernesto. Suerte a todos los que te leerán una vez más.