Por Ulises F. Prieto
Nunca, antes ni después, vio tanto dinero junto como aquel lunes, tres millones de pesetas en billetes de veinte mil descuidadas sobre un ridículo encaje de poliéster. La habitación era bastante simple para esa cantidad. Había una mesa grande rodeada por cuatro sillas que hacían las veces de comedor, un sofá, dos mesas pequeñas; una que sostenía un cenicero, y la otra un teléfono. Junto a la primera había un librero, cuya utilidad principal era la de servir de apoyo al televisor. Orestes repasó la sala con la vista.
– Casi todas las paredes interiores de Madrid están pintadas de blanco – pensó.
Recordó todo lo acontecido antes de llegar a aquella casa. Estaba a punto de meterse en un buen lío. El sábado, después de salir de la pescadería, se restregó con un estropajo duro para quitarse todo el olor a marisco y pescado que se le había incrustado durante la semana. Pensaba ir a bailar.
– Si mi amigo Héctor descubre mi nueva afición por las discotecas… – se dijo, y sonrió.
Cuando vivían en La Habana jamás habían ido a bailar, ni siquiera a los carnavales. Sus paseos eran al cine, al teatro, los museos. Una vez después de haber visto una película insoportablemente rusa en el cine Charles Chaplin, se dirigieron a la parada de la guagua frente al cementerio. Héctor miraba a casi todas las mujeres que pasaban por su lado.
- ¿Te imaginas qué estaríamos haciendo ahora si estuviésemos en otro país? – dijo Héctor.
- No ¿por qué lo preguntas?
- ¿Crees que vendríamos tantas veces al cine?
- No sé…
- Seguramente ahora estaríamos en un prostíbulo.
- ¿Qué tú estás diciendo, Héctor? Se te ocurre cada cosa.
- Claro, ¿acaso crees que somos distintos a todos los hombres?
- ¿No te parece un poco humillante pagar por tener sexo con una mujer pudiendo tenerlo por amor?
- También en las cafeterías pagas porque te sirvan, y tu abuela lo hace gratis.
- No es lo mismo…
Recientemente Héctor le había escrito una carta desde la isla de Martinica, donde vivía desde hacía unos años. Tenía un buen trabajo en una consultoría técnica; pero en sus cartas jamás hablaba del trabajo. Se concentraba en describir los distintos burdeles de la Isla. Contaba que casi todas las chicas eran colombianas, que no sabían hablar francés, que su español era muy dulce y su actitud, amable.
– Asistir allí – escribía – es el mejor modo que tengo para espantar la nostalgia. Aquí los cines son muy escasos y todas las películas están en francés.
Héctor seguía siendo el mismo. Nunca estaría conforme con ningún lugar. Orestes se había divorciado hacía más de un año. Antes de terminar con su mujer, se dijo muchas veces que la mayor parte de su vida había estado solo, y que no tenía miedo de volver a estarlo. Había olvidado que fue precisamente por no soportar más la soledad que se había casado con la primera mujer que le demostró amor. Mientras se divorciaba, se arrepentía de haberse casado. Un año después, casi prefería no haberse divorciado.
Las discotecas eran los mejores lugares para relacionarse en Madrid. Rara vez se podía establecer una conversación prolongada en la cola de un cine, un teatro, esperando el autobús o el metro. Él había escogido un sitio de música latina, en la plaza del Callao. Sus primeras incursiones fueron a lugares donde mayoritariamente iban españoles, pero descubrió que en aquella ciudad, se salía en grupos que extrañamente interactuaban unos con los otros.
– Los madrileños se divierten en cápsulas – se quejaba de vez en cuando -, si uno sale solo, lo más probable es que toda la noche se la pase solo.
Comenzó a visitar los sitios de latinos, a fingir que bailaba la música del Caribe, o de los Andes. Donde iba era relativamente barato. Por mil quinientas pesetas se entraba y se podían beber dos copas. Él siempre pedía tragos de “Cuba Libre”, una leve muestra de nostalgia, tal vez. El salón de baile oscurecía en el tránsito de la noche, y en las paredes, si se llegaba temprano, se veían unas ridículas pinturas de palmeras y mulatas bailando. Siempre que fue escuchó la misma música. Las mismas bachatas, cumbias, merengues.
– Existe un solo merengue muy largo – se burlaba -, lo que parece diferentes canciones, no son más que estrofas distintas.
No más llegar comenzaban las miradas de concupiscencia. Casi nunca allí encontraba mujeres muy agraciadas. Sin embargo, si algo había aprendido en aquellas visitas, era que la fealdad andina era soluble en alcohol. Los hombres se sentaban en lugares estratégicos a esperar a que las mujeres bebieran lo suficiente para invitarlas a bailar. Tras continuadas horas de miradas de deseo, e ingesta de alcohol, existía una cierta probabilidad de poder llevarse una a la cama; pero sólo una probabilidad, no era seguro. Había muchos días de fracaso. Aquel pensamiento le recordó la respuesta que siempre daba cuando le preguntaban la causa de por qué se había casado tan joven:
– Es que las danzas preaparamiento de los seres humanos son agotadoras – contestaba.
Existían tres inconvenientes en aquel ritual. El primero era que se gastaba mucha energía; el segundo, que había peligro de hacer el ridículo, y por último el peor, de tanto intentar activar la libido en ellas, terminaba uno por erotizarse.
Tal como dictaba la usanza, se acercó a la que más lo miró durante las primeras horas:
- ¿Quieres bailar? – dijo, o tal vez tan sólo gesticuló.
- No – contestó.
- ¿Luego?
Ella sonrió aceptando. Lo que podía ser una esperanza podía convertirse en una trampa. Si lo intentaba con otra, perdía todas las oportunidades con esta; por otra parte, podía ser que esta sólo estuviese acumulando posibilidades y él no sería el escogido. La experiencia le indicaba que debía esperar dos piezas más, intentarlo de nuevo con ella y si fracasaba, cambiar de mujer. Claro, que si sucedía de ese modo, todo sería más complicado, porque la segunda habría visto que no fue la primera elegida y entonces con ella tendría menos posibilidades.
Dejó pasar una bachata, un ballenato, y en cuanto sonó el primer merengue, volvió:
- ¿Sabes qué pasa? – Se justificó ella. – Mi marido habló de venir, y si me ve con otro hombre, me mata…
- ¿Es celoso?
- Sí, mucho.
- Yo lo entiendo, porque eres bellísima.
- Pero yo no sé porque es tan celoso, en la casa es como si no le gustara…
- Bueno, te dejo por si aparece, como dices que es tan fiera.
- No te vayas lejos, porque a lo mejor no viene.
- Está bien, para lo que quieras, yo estoy allí.
Orestes interpretó aquella respuesta como una negativa cortés y se encaminó a ejecutar la segunda parte del plan, concentrarse en otra mujer. Sin embargo, ocurrió un imprevisto. Ella no cesó de mirarlo e incluso cuando él se levantó a buscar su segundo trago, ella lo siguió con la vista hasta torcer el cuello. Para comprobar, él dejó el vaso en la barra y se encaminó hacia los baños. Ella le siguió. Cada uno entró en el correspondiente a su sexo; antes se miraron con complicidad. Él esperó a la salida.
- ¿Qué esperas? – Preguntó ella.
- ¿Tu marido no ha venido?
- No, parece que yo no le gusto.
La besó. Se abrazaron y caminaron cogidos de la mano hasta el salón. Allí ella lo soltó repentinamente.
– Mi marido – explicó.
Se separaron. Él se sentó dispuesto a cambiar, pero ella le sonreía. En un momento aprovechó un descuido de su marido y dijo:
- Espera, él se va a emborrachar. Me voy a hacer la enojada y me voy. ¿Te vienes?
Efectivamente, en menos de una hora el hombre estaba borracho; pero contrario a lo que esperaban, él comenzó a pegarle delante de todos. Orestes intentó evitarlo, pero los gorilas de seguridad, inmovilizaron a los tres y los sacaron del local. En la calle continuaron los golpes contra la mujer. Cuando Orestes volvió a interceder, ella le dijo que se fuera, que para eso era su marido, que él no era nadie para meterse entre los dos.
- Son un par de imbéciles los dos- respondió Orestes.
- Déjanos en paz – gritó ella entre sollozos.
Al irse, se dijo en voz alta:
– ¿Para qué tengo que venir a este lugar? Yo merezco algo mejor.
Soy blanco, para qué tengo que ir buscando indias. Miró a su alrededor. Por suerte estaba solo. Le asustó haber tenido aquel pensamiento racista, descubrirse tan mezquino. Eran las cinco de la mañana, y no tenía ni el más leve deseo de regresar a la casa. ¿Cómo después de los besos de aquella mujer? La cama estaría ahora fría. Sin embargo, sabía que a esa hora difícilmente encontraría alguna mujer dispuesta,
– gratis – se apuntó.
Quizás era el momento de visitar por primera vez un burdel. Nunca lo había hecho, pero lo había pensado muchas veces. Con las cartas de Héctor se le había activado la curiosidad.
Fue a un Seven Eleven y compró un periódico; buscó en la zona de contactos y llamó a lo que creyó más adecuado. La voz le temblaba. Por suerte fueron bastante cariñosas y explícitas.
- Hola, cariño – le respondieron – ¿Cómo te llamas?
- Orestes – casi no podía pronunciar.
- ¿Quieres venir a visitarnos, Orestes?
- Sí.
- ¡Qué bueno, mi amor! … La dirección es Atocha, 45, 2ºB. ¿Vas a venir?
- Te esperamos, cariño; un beso. Estamos ansiosas.
Cogió un taxi para llegar lo antes posible. No tenía ni la menor idea de cómo eran los burdeles. Creía que si no iba a tiempo, no habría sitio para él. El portal estaba abierto. Cuando iba a tocar, una mujer con ropa muy transparente salió y preguntó.
- ¿Qué haces ahí, por qué no has tocado?
- Porque acabo de llegar.
- Ah… Bertha, aquí hay otro.
Una señora elegante en el vestir y en los gestos, lo condujo por un laberinto de pasillos, hasta una habitación. En ella había una cama, dos lámparas de noches, un espejo y un televisor, que proyectaba imágenes pornográficas. Las cortinas de las ventanas eran verdes. La luz era tenue y se oía una música muy tranquila. Cerca de la puerta de entrada había un baño bien iluminado.
- ¿Esperas aquí un momento? – Preguntó la señora. – Ahora traigo a las chicas.
- Yo sólo quiero una… No creo que a estas alturas pueda con más – intentó un chiste.
- Son para que escojas – sonrió.
Pasaron cerca de diez minutos antes de que apareciera la primera prostituta. La euforia de la bebida se trastocó en una ligera melancolía.
– Estoy en un prostíbulo – se dijo -, ¿quién lo iba a decir? Yo entre putas.
La primera era menudita, blanca y muy joven:
– Hola soy Laura.
Fueron pocas las palabras para identificar el acento. Parecía una chica muy noble a pesar de fingir mirada de fiereza. La segunda era más alta, y con una evidente experiencia en el oficio. Su ropa era provocativa y sonreía con descaro.
- Me llamo Lorena.
- ¿De dónde eres? –le preguntó Orestes.
- De Chile… acuérdate, Lorena – dijo antes de retirarse moviéndose lo más que le permitían las articulaciones de la columna vertebral.
Él pensó:
- Seguro esa me haría gozar bien, pero toda esa gente del Cono Sur es comunista, y antes de darme placer intentaría convencerme de que en Cuba se vive mejor que en España… quizás un argumento suyo sería que en Cuba jamás yo iría a un prostíbulo… Y tendría razón, nunca iría a ninguno porque es imposible tener la suma de dinero necesario… No, no, mejor otra.
La tercera fue una oriental. No era filipina, así que seguramente sería china porque las japonesas no necesitan moverse de su país para cobrar bien.
– Yo ko – se presentó.
La cuarta fue una rusa, después una dominicana, y por último una que dijo llamarse Patti.
– Me encantas – dijo y le beso los labios. Se fijó en los senos que dejaban ver los encajes. Luego entró la señora elegante:
– ¿Con cuál te quedas? – preguntó
- Con usted.
- Yo no trabajo.
- ¡Qué lastima!, porque es usted la mejor… No sé… Son todas bellas.
Al comienzo pensó en la dominicana. Antes de casarse se había acostado con una negra, y quizás se sentiría más cómodo con ella. Sin embargo, después de varios vasos de cuba libre no recordaba el nombre de ninguna. Para solicitar sus servicios, debía usar el feo apelativo de
“la negra” y eso le daba vergüenza; así que dijo, la última.
- ¿Quieres algo de beber? – volvió la señora.
- ¿Tiene usted un chicle, porque mi olor a alcohol le va a molestar a la muchacha?
- No, no tenemos – sonrió -. ¿Algo más?
- Un cuba-libre y un vaso de agua.
- Muy bien, son quince mil pesetas por una hora y media.
Patti entró con las sábanas, una toalla, el agua y el cuba libre.
- ¿Qué hubo? – preguntó ella de modo amable.
- Bien – casi no se le oyó.
- ¿Está nervioso?
- Un poco.
- ¿Es la primera vez que viene?
- Sí…
- No lo puedo creer.
- ¿Por qué?
- Porque aquí vienen casi niños.
- Pero en mi país, cuando era joven, no había muchos burdeles nacionales.
- ¿No es español, usted?
- No, ¿pero por qué me tratas de usted, si no soy tan viejo?
- Soy colombiana.
- ¿En Colombia se habla siempre de usted?
- En la costa atlántica, no; pero yo soy Cachaca.
- ¿Cachaca?
- De Bogotá
- ¿Y cómo es que se habla en la costa entonces?
- Un poco así como usted. Tú para acá y tú para allá… ¿De dónde es?
- Soy cubano.
- Ah, entonces baila bien.
- Más o menos, se hace lo que se puede.
- ¿Desea ducharse? – preguntó ella.
- No, mejor, hoy no hacemos nada. Lo dejamos para otro día.
- Pero ya pagó…
- Sí, pero es que no me gusta eso de acostarme con una mujer que no quiere… Alguna vez he hecho el amor con personas que no me gustan y sé que el asco se recuerda por mucho tiempo.
A Patti se le encendieron los ojos. Orestes se percató, pero supuso que estaba fingiendo.
- ¿Cómo voy a creer en una puta? – pensó.
Ella se le acercó y le habló al oído:
- Termino a las seis, ¿por qué no me espera abajo?
- ¿Estás hablando en serio?
- Muchos me proponen salidas, y nunca acepto, y usted ahora duda de mi palabra. A usted le toca esperar abajo.
- K. yo te voy a esperar, pero no te burles de mí.
- ¿Burlarme?
Orestes se pidió un café en el bar junto a la puerta. Estaba seguro de que ella no bajaría. Siempre había creído que las putas eran mujeres sin necesidad de afectos, que aprovechaban todas las oportunidades para vengarse de los hombres, aunque fuera burlándose. No obstante
no perdía nada con esperarla. Nadie se enteraría de su ridículo. Se prometió que cuando terminara el café se iría; pero se quedó un cuarto de hora más. Justo cuando se levantaba, Patti apareció por la puerta y le preguntó:
- ¿Se iba? ¿No creyó en mí?
- No, iba a ir al baño.
- ¿Qué va a hacer pues?
- Creo que voy para mi casa, tengo mucho sueño.
- Yo también… Aquí tiene el número de mi móvil. Llámeme alrededor de las siete, para que venga a mi casa. Mi amiga y yo vamos a preparar una comida. ¿Le gusta el flan de Calabaza?
- Sí.
- Le toca entonces cuidar ese papel – ella señalaba.
- ¿Gloria Patricia? – Él leyó.
- Sí, para servirle.
- K., te voy a llamar. No te arrepientas.
La abrazó y la besó con mucha ternura y fueron cogidos de la mano hasta la estación del Metro, donde se despidieron con otro beso, esta vez, intenso. Su primera experiencia en un prostíbulo le había salido muy rentable. Había pagado por una hora y media, y le habían ofrecido una dama de compañía. Esta oportunidad no podía perderla. Cuando llegó la hora, la llamó. No dejó pasar un minuto más.
- Orestes, vivo en Opañel – dijo Patricia –. Allí estaremos las dos.
Era más de lo que podía soñar. Dos mujeres para él solo y gratis. Alguna obra grande había hecho a la cristiandad para que Dios le ofreciera un premio tan elevado.
- Tendré que escribirle a Héctor – pensó –, y decirle que aquí en España también todas las putas son colombianas… ¿Porqué será? Quizás por la guerra. Sí, es por la guerra que se tienen que ir.
Se había tomado a aquella chica con mucha frivolidad. Sabe Dios cuál ha sido su historia, por qué había llegado aquí… De cuántos muertos e infamias él ahora se estaba aprovechando. Le asaltó un ligero sabor amargo; pero en cuanto vio la sonrisa de ambas a la salida del metro se
le disolvió. No pensó más en toda esa tontería de la culpa.
- ¿Qué hubo? –saludó Patricia, antes de besarlo – Esta es mi amiga Leticia.
- ¿Qué tal? ¿Te llamas Leticia sólo? – le pasó el brazo por encima a Patricia.
- No, Leticia Elena, ¿y usted?
- ¿Nada más?
- Sí.
- ¡Qué nombre tan bonito!
- Bueno, vamos para la casa… ¿Le gusta bailar?
- Sí, me encanta; pero sucede que no sé.
- ¿Cuándo se ha visto un cubano que no sepa bailar?
- ¿Y cuándo se ha visto un colombiano que no sea narcotraficante?
Ambas se miraron con complicidad severa.
- Perdón, fue una broma – asistió Orestes.
- No pasa nada – dijo Leticia.
- ¿Cuánto tiempo llevan en España?
- Cinco meses yo, y Patricia un año.
- ¿Y con cinco meses ya se te han pegado frases de aquí, como “no pasa nada”?
El piso de ella era bastante simple. Estaba en una cuarta planta sin ascensor. Las paredes, como casi todas en Madrid, eran blancas.
- ¿Viven solas? – Preguntó Orestes.
- Más o menos. A veces viene el amigo de Leticia.
- ¿El amigo?
- Sí, su amigo íntimo – rieron.
- ¿Y él dónde está ahora?
- Siempre está viajando – Leticia dejó volar desconsuelo.
- ¿Y tú, Patricia, también tienes un amigo íntimo?
- No, yo estoy casada, y mi marido vive en Colombia con los niños.
- ¿Y él sabe de tu trabajo?
- Si se entera me mata.
- ¿Y por qué no te pones a hacer otra cosa?
- Porque lo que se gana en los otros trabajos es muy poco, y a mi me toca alimentar a mis hijos… Pero siéntese y no haga más preguntas, que le vamos a poner una comida que no se va a olvidar de nosotras nunca más.
Habían preparado unos tamales, un guiso de carne con leche y una hierba llamada guasca, arroz, plátanos fritos con azúcar, una ensalada de aguacate, un jugo de mango con leche, y el postre fue el prometido flan de calabaza.
- ¿Qué festejan hoy? – Preguntó Orestes.
- ¿Hoy? nada, pero mañana es el cumpleaños de Patricia, y no pregunte cuánto porque es usted muy preguntón.
- ¿Ay, Leticia, por qué le dice eso usted? Es usted muy indiscreta.
- Mi hijita, para que le haga un regalo.
- Claro – intervino Orestes.
- También se lo conté a Lorenzo, y me dijo que mañana le traía el regalo que usted se merece.
- Leticia, esa son cosas que no se hacen.
- ¿Quién es Lorenzo, tu novio? – volvió Orestes.
- ¿Mi hijito, está sordo? Su amigo, su amigo.
- Cierto… Tienen algún plan para hoy.
- Queríamos ir a la calle Orense, a bailar.
- Pero hay un inconveniente – dijo Orestes -. A mí se me ha acabado todo el dinero del mes.
- ¿Qué ha estado usted haciendo anoche para gastar tanto? – Mofó Patricia. – No se preocupe, le invita una servidora.
- Con el dinero que me sacaste a mí.
- A usted nada más, no. El suyo fue el más fácil.
Patricia le planchó la camisa a Orestes, que estaba muy estrujada. Él comenzó a pensar en la posibilidad de quedarse. Patricia era cariñosa, atenta, su acento era agradable, cocinaba muy rico y en el sexo debía ser de las mejores, al fin y al cabo era una profesional. El único inconveniente era esa misma virtud, que era una puta; pero tal vez podría convencerla para que cambiase de trabajo.
- Tiempo al tiempo – se dijo. Tal vez quedarse con ella fuese un gesto altruista. Sacar a una chica tan simpática del bajo mundo, podía ser un hecho noble.
Entraron en una de las discotecas de la calle Orense; pidieron una botella de Bacardí y seis de Cocacola para preparar todos los tragos de cuba-libre de la noche.
- ¿El hombre de la casa no piensa pagar? –se burló Patricia.
- ¿De la casa? – se extrañó Orestes.
- ¿No quiere quedarse conmigo?
- Me encantaría.
Patricia se lanzó a sus brazos y le dio un beso con todo el cariño que le salía de sus labios.
- ¿Cómo podría dejar escapar una mujer como tú? – continuó Orestes cuando pudo.
- No sabe cuanto ha estado hablando de usted esta tarde – asistió Leticia -. Le juro por mi virgencita, que nunca la había visto así.
- Leticia, usted habla demasiado. Esas cosas no se le dicen a los hombres. Luego se las creen.
- Pero mi hijita, no ve que él tiene cara de buena persona.
- ¿Dónde trabajas, Leticia?
- Voy a bautizarle de nuevo. Le voy a poner Don Preguntón.
- Ella se enfermó, y Lorenzo le pidió que no trabajara más.
- ¿Se enfermó?
- Sí – volvió Leticia -, estuve trabajando en lo de Patricia y cuando tenía la regla me ponía unos tapones y se me infectó por dentro.
- ¿Y… ya estás bien?
- Sí, pero me toca no trabajar más ahí… es lo que yo le digo a Patricia: deje ese trabajo, déjelo, pero la testa de la señorita es de piedra.
- Es cierto – afirmó él.
- Pues búscame el dinero para que yo pueda alimentar a mis hijos – asaltó Patricia.
- Pero Patricia, no se enoje – habló su amiga -, vinimos a bailar, no a discutir.
- Leticia, pídale un ballenato.
Leticia se levantó y enseguida comenzó a sonar un ritmo de ballenato.
- No sé bailar eso – dijo Orestes.
- Usted no sabe bailar nada, pero no tenemos más hombres aquí.
Patricia y Orestes bailaban cada vez más pegados. A ella le molestaba que él moviera tanto los hombros, y a él le llamaba la atención lo mucho que ella movía los pies. La piel de ella era suave. Él se preguntaba como era posible que se mantuviera así después de estar tan usada. Es muy halagador que una puta se enamore de uno. ¿Cuántos hombres no vería ella todos los días, y por qué precisamente Orestes había sido el elegido? Nadie sabe donde es que se posa el amor.
- ¿Verdad que usted quiere quedarse en mi casa? – le preguntó ella en algún momento de la noche.
- ¿Quién puede renunciar a tu piel, a tu mirada, y lo más importante, a tu flan de calabaza?
La noche terminó como esperaba Orestes, se iban a la casa cogidos de la mano.
- Aquellas quince mil pesetas sólo fueron una inversión.
Comenzaba a dolerle pensar de tal modo, quizás se estaba encariñando de Patricia y temía. Había leído las novelas “Las Impuras”, “La Dama de las Camelias”; oído “La Traviatta”, y sabía cómo acababan las historias con las putas. Pero no era para abandonarse al miedo. Desde hacía más de veinticuatro horas estaba buscando el modo de acostarse con una mujer, y esa era la oportunidad.
Patricia se desnudó lentamente. Él hubiera querido estar más tranquilo, pero estaba desesperado. Sólo adquiría ternura, cuando ella le encauzaba sus labios. La piel era suave, las curvas tranquilas. ¿Cuántas caricias se le habían adelantado a las suyas? Quizás mil, cinco mil, un millón. ¿Cuántos hombres habrían eyaculado sobre aquella mujer? ¿Cuántos se habrían enjugado sus labios en su clítoris? ¿Cuántas veces se excitaría ella en una noche? No hay nada más deserotizante que las matemáticas, y entre ellas, las estadísticas.
Los besos en poco tiempo se amoldaron a los deseos del otro. Las manos de Orestes recorrían con suavidad sus curvas. Evitaba pensar que aquello era un ritual excesivamente conocido por ella. No alardeaba, y eso era suficiente. Al hacer el amor, el cuerpo aprende el arte por sí solo, no necesita la conciencia, basta con ejercitarlo. Patricia había tenido muchas oportunidades, y sabía propiciar un placer inimaginable. Tocaba justamente donde era necesario en cada momento, le besaba con violencia o ternura según conviniera. A veces abrazaba dejándose poseer, otras intentaba adquirir. Todo en la justa armonía.
Cuando creyó haber domesticado el cuerpo de Orestes se levantó besando cada centímetro del trayecto entre la boca y el pene. Él sentía poco menos, quizás más que la gloria. Según frotaba su falo con los labios y lengua, sentía como variaba la temperatura y la humedad. Colaboraban además las manos acariciándole el pecho, las piernas, el ano. Ejercía sobre él, el más efectivo de los poderes, el placer. La respiración desesperada caía sobre sus bellos. Todos los pensamientos, y sensaciones lo impulsaban al éxtasis. No pudo controlar más y de súbito se le escapó el orgasmo. En sus largo años de matrimonio jamás había tenido uno durante una felación. Nunca había eyaculado dentro de la boca de una mujer. Patricia al sentir el semen dentro, se recostó sobre el pecho de Orestes y en esa posición quedaron dormidos.
Hasta ese momento Orestes no se había percatado que ya era el cumpleaños de Patricia. Se dio cuenta cuando oyó en la mañana que alguien intentaba abrir la puerta. Se levantó sobresaltado. Era Lunes y se le había hecho un tanto tarde para ir a la pescadería. Quiso despertar a Patricia para felicitarla; pero debía estar cansada y lo dejó para su regreso. Así podría comprarle algún regalo.
- ¿Qué hubo? – le saludo un hombre desde la entrada.
- ¿Quién es usted? – preguntó Orestes.
- Lorenzo, para servirle, ¿y usted?
- Orestes, un amigo de Patricia.
- ¡Ah! Por fin esa niña tiene un amigo… Ella es muy buena; ya le toca dejar ese trabajo.
- No se preocupe, yo la aconsejaré.
- Pero para convencerla a usted le toca tener una buena entrada… ¿Tiene usted trabajo?
- Sí, trabajo en una pescadería.
- ¿Es el dueño?
- No es suficiente. Creo que puedo ayudarle.
- ¿Cómo?
- Mejor hablamos por la tarde, porque ahora he de acudir a ciertas diligencias. Sólo vine a dejarle el regalo a doña Patricia. ¿Puede llamarla?
Patricia cogió el sobre que le brindó Lorenzo y con los ojos de una fiera ávida de sangre le preguntó:
- ¿Cuánto?
- Tres millones.
Ella lo soltó casi con histeria sobre el mantel de encajes de la mesa.
- Es usted un tesoro, Lorenzo – dijo y miró a Orestes -. Si algo así tuviera a menudo…
Lorenzo se fue y Orestes se apresuró a prepararse para irse también. Miró a su alrededor y fijándose en la cantidad depositada sobre la mesa, pensó en el problema en que se estaba metiendo.
– Nadie que se gane el dinero trabajando, regala tres millones – se dijo.
Le dio un beso a cada amiga, el de Patricia en los labios. En la calle, sacó el papel donde tenía anotado el número de teléfono, lo hizo tiritas y lo echó en una papelera.
– Para ni tener la posibilidad de caer en la tentación de llamarla – susurró –. Ojalá olvide la dirección.
Le vino el recuerdo del pasaje de las sirenas en la Odisea, cuando Ulises se ató para escuchar el canto y seguir viaje sin tener la posibilidad de desviar el rumbo.
– Quizás tenga que ir más al cine – pensó.
Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor.
Que lujo poder leerlo un domingo en la mañana. Una maravilla. Soy fan!
Muchas gracias, Heidys. Me alegra que te haya gustad. Sobre todo si es tan largo.
No me caben dudas que puede que se acerque más a la realidad humana que a la ficción.Una de las tantas realidades que viven los seres humanos de estos tiempos en cualquier parte de este universo humano. Gracias! Muy refrescante relato.