Por Gloria Chávez Vásquez.
¡La música! ¡Toda para mí, no compartida!
La avenida Woodside a las 7 de la mañana sería todavía una calle silenciosa, de no ser por el relampagueo extendido que producen a esa hora los trenes elevados. Es un choque de rieles con ruedas metálicas a gran velocidad que echan chispas, como los antiguos pedernales y anuncian con sonido furioso, el fin del mundo. Esas chispas han brotado sin parar por buena parte de este siglo.
Rumbo a su trabajo, entre verano y primavera, David se aísla temporalmente con ese piadoso invento para las neurosis que es el walkman. De la misma manera que muchos seres humanos recurren a su café matutino, en esa máquina de música se muelen en estos días las canciones que le dan el ánimo para despertar a la realidad. A él, el café no lo despierta maternalmente como a otros; a él lo atormenta, descontrola y lanza frenéticamente por el mundo. La música, en cambio, tiene la virtud de equilibrarlo.
Antes de cruzar la calle —con el permiso de un semáforo ridículamente eterno—, David detecta la cadenciosa figura de una persona que va delante de él. Su andar es parsimonioso, grandilocuente, como el de un camello embriagado de sueño que se mueve al ritmo del Bolero de Ravel.
Adelanta un poco para determinar a qué etnia y género pertenece aquel dromedario musical. Es un hombre con rasgos femeninos o una mujer de rasgos masculinos de edad incalculable y raza indefinida. Su cabello blanquecino —no se sabe si por la edad, los efectos de algún tinte o la exposición inmisericorde al sol— no da ninguna pista. David diagnostica cierto grado de locura. Por lo menos, varios grados por encima de la suya.
De repente se hace consciente. ¿Llegará a la misma conclusión aquel individuo que lo observa con su walkman conectado a las orejas, andando al ritmo de su propio tamborilero?
¿En qué consiste la locura? ¿Por qué la música apacigua los demonios? ¿Cuál es la relación de la música y la mente?
Abandona ya la vía del tráfico y los trenes para sumergirse en una ruta en donde todavía quedan árboles. La voz de Stevie Wonder que canta al son de un arpa lo transporta a la corte del rey Saúl, escuchando complacido al joven David tocar la lira y apaciguar su furia. ¿Podrá algún día este fino poeta y tañedor de lira, derribar a Goliat de una pedrada?
No solo derribaría al gigante y con él a todos sus ejércitos, sino que sembraría la semilla que fundaría un linaje, engendraría un rey sabio, precedería a un profeta y pondría las bases de las enseñanzas de un maestro. Pero, mejor aún: inspirado por su música, escribiría poesía que trascendería el tiempo y que originaría canciones basadas en su amor por una mujer sensual y poderosa.
Betsabé fascinó al rey David con su ritmo exótico y lejano, de la misma manera que él había mesmerizado a Saúl con los tañidos de su lira. Su amor por Betsabé lo llevó a cometer grandes imprudencias que desencadenaron conflictos contra el pueblo de Israel.
“Dejó escuchar su voz y derritió el planeta”, dice el salmo 46 dirigido a alabar al Músico Principal. “Jehová con el sonido de la trompeta” no era el mismo dios que llenaba su espíritu de amor. David interpretaba enamorado las canciones a su reina, en un palacio lleno de olores de incienso y aceites perfumados, mientras un Dios celoso pero todopoderoso y vengativo le ordenaba trasladar a Israel el Arca de la Alianza.
La historia de amor entre David y Betsabé pasaría a ser parte de la música sagrada que trascendería los siglos. La misma clase de música que escucha este David moderno ahora y que hace andar, en estado de éxtasis, a quienes han perdido contacto con la realidad. La misma fuerza enigmática que hace lanzar chispas a dos cuerpos en comunión, como si fueran un solo espíritu y cuyo sonido en el encuentro le recuerda el choque de los pedernales antiguos. Como el sonido de los rieles de ese tren elevado que resuena ahora en sus oídos y se confunde con el de sus pasiones.
Gloria Chávez Vásquez es escritora y periodista.
Maravilloso relato.