Por Manuel C. Díaz.
Arcos de la Frontera es un municipio de la provincia de Cádiz, uno de los más poblados de la comarca y también el más extenso. En la época musulmana fue capital de la Taifa, uno de los reinos independientes surgidos tras la caída del Califato de Córdoba.
Fue también un lugar de asentamiento de romanos y visigodos, y posee uno de los cascos antiguos más bellos de España. Como es pequeño, a pesar de sus laberínticas callejuelas, es fácil de recorrer.
En realidad, en Arcos de la Frontera no hay mucho que hacer. A no ser que uno sea amante de los deportes acuáticos, de la caza o la equitación, lo mejor que se puede hacer es admirar su sorprendente belleza natural, visitar sus iglesias y plazas y caminar sin rumbo por sus estrechas callecitas, que fue precisamente lo que hicimos nosotros.
En la misma Plaza del Cabildo, donde alguna vez se celebraron corridas de toros, comenzamos nuestro recorrido. Desde nuestro hotel podíamos ver las torres del Castillo de Arcos y pensamos que esa podría ser nuestra primera parada.
Construido en el siglo XI por los moros, fue residencia de los reyes de Taifa hasta que en 1264 fue ocupado por Alfonso X el Sabio. Nos interesaba visitarlo porque habíamos leído que, en una de sus salas, los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, elaboraron algunos de los más importantes planes para la reconquista y porque fue ahí donde recibieron la rendición del Reino Taifa de Marbella. Nos interesaba visitarlo también por la cantidad de leyendas medievales que se asocian a sus murallas y pasadizos, como la que se refiere a la manera en que las tropas de Alfonso X, durante el asedio de Arcos, encontraron un conducto secreto que conectaba el Castillo con el río Guadalete y pudieron, al fin, entrar a él.
Algo que no pudimos hacer nosotros porque el Castillo, en la actualidad, es una propiedad privada. Así que decidimos visitar la Iglesia de Santa María de la Asunción, que también está situada en la Plaza, a un costado del Ayuntamiento.
Al igual que muchas de las iglesias en España, Santa María de la Asunción también fue construida sobre una antigua mezquita. Por sus numerosas reconstrucciones, su arquitectura es descrita como una mezcla de mudéjar, gótico, plateresco, renacentista y barroco.
La verdad es que, comparada con otras basílicas españolas, su exterior no impresiona. Aun así, decidimos entrar. En su Altar Mayor puede verse, en lo alto del retablo y justo en su centro, la imagen del Padre Eterno y, a los lados, escenas de la vida de Jesús y María.
También impresiona su coro, considerado uno de los mejores de Andalucía, con toda su sillería tallada en caoba y cedro, así como el órgano que se halla a un costado del Evangelio, con una tubería exterior exuberante que, según se dice, es de una gran perfección sonora. Pero lo realmente impresionante son sus elaborados retablos, como los de las Ánimas, Santa Teresa, San José y el de San Félix, un verdadero relicario en el que se guarda el cuerpo incorrupto del Santo.
Al salir de la iglesia, doblamos en la calle Escribanos hasta llegar a la Plaza Boticas, donde se encuentra el Convento de las Mercedarias Descalzas, el único convento de clausura que queda en Arcos. Desde luego, no se puede entrar; pero permiten pasar a un pequeño vestíbulo donde se compran galletitas que las monjas venden para recaudar fondos. Hay que tocar un timbre y, a través de una especie de torno, las monjas (que no se ven) hacen llegar los paquetes de galletitas (cinco euros cada uno) a los visitantes. Del convento salimos hacia la Iglesia de San Pedro, la segunda en importancia después de haber perdido una larga batalla con la de Santa María por el reconocimiento papal. Fue una disputa tan enconada que sus feligreses llegaron a cambiar el texto de sus rezos y en lugar de decir, “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores”, decía, “San Pedro, madre de Dios…”
El resto de la tarde, protegidos por la amable sombra de sus casas, estuvimos recorriendo sus callejuelas y curioseando en sus pequeñas tiendas y galerías de arte, hasta que regresamos al hotel.
Esa noche pensábamos volver al casco viejo y cenar en alguno de los restaurantes que habíamos visto durante nuestro recorrido de la tarde. Sin embargo, a última hora -tal vez porque estábamos cansados- decidimos hacerlo en el restaurante del hotel. Lo cual fue una decisión acertada, pues la cena resultó ser una experiencia gastronómica de primer orden. Y es que los restaurantes de la cadena de hoteles Parador se especializan en las cocinas regionales de toda España. En este caso, la gaditana. Por lo que comenzamos con un gazpacho y una ración de pescaditos fritos, para después ordenar corvina a la roteña y rabo de toro, una receta de la que quizás haya derivado nuestro criollo “rabo encendido”. Lo acompañamos todo con una botella de vino tinto Taberner y terminamos con un café.
Antes de irnos a dormir salimos a la terraza del restaurante. En el silencio de la noche se podía escuchar el sordo rumor de las aguas del río Guadalete corriendo en el fondo del acantilado. A lo lejos, el perfil de la serranía resplandecía tenuemente bajo la luz de la luna. Todo era quietud. No pudimos escoger un mejor momento para despedirnos de Arcos de la Frontera, la joya de la corona de los pueblos blancos de Andalucía.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.
Fotos del Archivo personal del autor.