Medias

Los misterios en la vida íntima de Franco

Por Eduardo García Serrano/Fernando Paz/Periodista Digital.

Nueva edición de ‘Franco, Memoria Viva de España’, en su número catorce, centrándonos en la vida más íntima del protagonista. De la mano de Eduardo García Serrano y Fernando Paz, con la realización de Carlos Pecker.

Francisco Franco siempre fue un hombre tímido, poco expansivo y reservado. En África, mientras sus compañeros de milicia pasaban el tiempo libre en tabernas, juergas y mujeres, él se quedaba leyendo o trabajando en su tienda de campaña.

Pese a que se había convertido en una especie de celebridad a principios de los años 20, nunca tuvo una vida social muy activa. Más tarde, siendo jefe del Estado, restringía considerablemente las actividades propias de su condición que no fuesen de índole estrictamente política.

Por otro lado, era una persona segura de sí misma, y de firmes creencias católicas que mantuvo hasta el momento mismo de su muerte, con un patriotismo de marcado carácter militar y un fuerte amor por la familia.

No fue un hombre de grandes pasiones, sino más bien de reposada actitud ante la vida, sobre todo en la adversidad. Era contrario a tomar decisiones arriesgadas, y no cabe duda de que la prudencia fue una de sus virtudes. Tenía un pronunciado sentido de la historia y del cumplimiento del deber, como acredita su biografía africana y ratifica la posterior hasta sus últimos días.

Esa paciencia y ese sentido de la realidad condicionó el influjo que la ambición tuvo en otros muchos hombres de Estado, y que pudiera haberle conducido a él y a España a precipitarse por el camino de la aventura.

En lo personal era sereno – aunque sin llegar a esa frialdad que con frecuencia se le atribuye -; reposado, afable y en todo caso sin excesos en la manifestación externa de sus emociones. Nunca se le vio llorar en público hasta el día del funeral de Carrero Blanco, por quien sentía verdadero afecto y cuya lealtad era indudable.

Con otros compañeros de armas tuvo una relación más distante y, en algunos casos, algo ambivalente, como fue el caso del general Juan Yagüe, al que en su día primero destituyó y más tarde incluso desterró, pero en el que confió siempre y del que se acordaba en su lecho mortuorio.


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